El que sintiéndose con fuerzas desea en un día sereno gozar de un solemne panorama y ver en plano de relieve toda la ría y abra de Bilbao, debe subir al Pagasarri, seguro de que allí arriba, si sabe aprovecharlo y abrir el alma a la naturaleza y el pecho al aire de Dios, se le pagan con creces las dos horas largas de ascensión.
A un lado un barranco sombrío,
cuajado de árboles, encañadas oscuras y perspectivas sombrías; al otro lado se
abre el valle de Bilbao. La Villa parece un puñado de tejados a orilla de la
cinta plateada del Nervión, velada a trechos por el humo. Mas el valle y las
riberas de su ría nada son junto a la solemne asamblea de montañas.
He tenido ocasión de ver todo esto en
día en que una niebla baja se recostaba contra los valles sin alcanzar a las
cimas. Parecía un mar vago, fantástico y de otro mundo, en que flotaban acá y
allá islotes montañosos entre golfos profundos, y en el fondo del mar una
ciudad sumergida. La línea indecisa y vaga, su blancura vaporosa y transparente
le daban aspecto de un mar de otro mundo más etéreo.
Son los paisajes como la música, que
nos lleva dulcemente al país de los sueños informes, de las ideas inefables, de
las representaciones incorpóreas, donde se alza del lecho del alma en extraño
concierto de ideas olvidadas y sentimientos adormecidos todo el riquísimo mundo
subconsciente, de ordinario poderoso con el poder del silencio, mundo de trama
tan complicada e infinita como el de la realidad, mundo que se despierta y se
revela al hombre mostrándole los tesoros escondidos de su espíritu. Por debajo
de las ideas formulables, de los recuerdos figurados, de las representaciones
corpóreas y los sentimientos expresables, llevamos un mundo vivo, el reflejo
del alma de las cosas que cantan en silencio.
Miguel de Unamuno (1864 – 1936),
“Entre sus relatos…”, Pagasarri.