
La moralidad es, ni más ni menos, que
la preferencia justa en cada circunstancia o situación.
Antes de la vigencia de la economía
como ciencia, y también después, valor es la cualidad para acometer grandes
empresas, o sea la virtud de la magnanimidad, y para arrostrar sin miedo los
peligros, o sea la valentía. El valor, en esta acepción, no está en las cosas
sino en las personas, en la vida, y es la vida misma en su plenitud: magnanimidad,
generosidad, entusiasmo, quehacer, el valor vital por excelencia, por encima de
los valores económicos.
Valor, magnanimidad, valentía, cuyos
opuestos son la pusilanimidad, la cobardía ante la vida, y también la
indiferencia, el conformismo, la inercia vital, y en la acepción corriente hoy
de la palabra, la desmoralización, el encontrarse bajo de moral o en baja forma
moral, desde el punto de vista de la empresa colectiva.
La vida humana, individual y
colectiva, es quehacer, porque no se nos da hecha sino que tenemos que
hacérnosla nosotros. “De facto”, ¿es posible, se vive como posible hoy el
quehacer de la vida colectiva? ¿Somos de verdad nosotros quienes hacemos
nuestra vida? La crisis consiste, por de pronto, en esa desmoralización al
sentir que sin otros, peor aún, nadie con rostro identificable, quienes hacen y
deciden nuestra vida colectiva, nos la hacen o, cuando menos o nos dejan
hacérnosla por nosotros mismos. ¿Quién se siente que nos la hace o nos impide
hacérnosla? La sociedad, en tanto que institución y poder institucional.
Piénsese en esa forma de desmoralización política que consiste en la pérdida de
todo “ethos” revolucionario, de toda o casi toda pérdida de confianza y
esperanza en el cambio liberador.
Represión, la ha habido siempre, sin
duda. Pero hoy se empieza a aceptar como ineluctable, se empieza a no luchar
contra ella, a dar por perdida la batalla de antemano, y en eso justamente es
en lo que consiste la desmoralización. La crisis actual de valores consiste
pues, por de pronto, en la desmoralización, en la pérdida de confianza en la
empresa del quehacer colectivo, que trasciende el personal de cada uno de
nosotros.
Todo el “ethos” de la modernidad
reposa sobre la moral del trabajo y de su fruto, la producción. Pero en el tránsito
de la economía de producción a la economía de consumo, el trabajo pierde toda
trascendencia. Hoy, el trabajo necesita ser interesante, pues ha perdido su
valor en sí mismo, no se vive la laboriosidad apenas como virtud, y ni siquiera
se confía en su valor económico de rendimiento, que se ha desplazado al
negocio. Lo único que se valora, por razones puramente de economía de
subsistencia, es el puesto de trabajo. Antes hemos visto la crisis de los
valores expresada en la desmoralización en cuanto al valor vital y moral del
quehacer colectivo. Ahora la vemos reflejada en la crisis profesional y moral
del trabajo y la vocación.
¿Dónde poner el sentido de la vida?
Al no estar ya nuestra época, desde el
punto de vista económico, enfrentada centralmente con el problema de la
producción, sino con el del consumo, es explicable que al activismo del
trabajar y producir como finalidad de la vida haya sucedido la pasividad del
consumir y el “vacar”, vacación versus vocación, y desde el punto de vista
social, la representación de la imagen que de uno mismo se proyecta ante los
demás y ante sí mismo, el verse con los
ojos de los otros. Estos son el bien supremo bajo el que se presentan hoy,
respectivamente, las riquezas, el placer y los honores de los que hablaban los
viejos manuales de ética, como de aquellos bienes en los que se puede poner,
erróneamente, la felicidad.
La crisis de las religiones parece
indudable. Pero a la vez se está dando lo que en múltiples ocasiones he llamado
el “reencantamiento del mundo”, la devolución a éste de su dimensión mistérica,
y en general la proliferación de toda suerte de religiones, esoterismos y
supersticiones. A su lado puede ponerse el auge del pensamiento utópico y de la
razón utópica.
¿Hay una crisis de esperanza en el
mundo actual? Sin duda que sí. En definitiva, todo lo que anteriormente se ha
dicho sobre la desmoralización y la carencia de confianza en un proyecto vital
de quehacer no es sino crisis de la esperanza. Antes se aspiraba, de uno u otro
modo, a sobrevivir. Hoy nos conformamos con que no ocurra la catástrofe o,
cuando menos, que sus “efectos colaterales no pretendidos” no nos alcancen.
Se comprende, por tanto, que una
época como la actual, de crisis de las religiones y cosmovisiones
dogmáticamente, monolíticamente impuestas, haya acarreado la crisis de la
moral. Y como consecuencia de ello se produce un repliegue ético.
Desaparecida, pues, la antigua
unicidad del código o contenido moral, que venía derivada de la vigencia social
de una cosmovisión única, generalmente religiosa, la condición insoslayable, en
esto como en tantas otras cosas, es el pluralismo como concepto y como praxis
morales. Pero, ¿cómo es posible la convivencia en el seno de una sociedad de
moral plural, de pluralismo moral? Es el tema de la ética cívica. Ética cívica,
civil o laica es la propia de una sociedad civil ética. En ella el acuerdo
moral sólo puede proceder del consenso racional y libre, de la sustitución de
cualquier clase de imposición, de cualquier clase de violencia, no sólo la violencia
física, por el lenguaje y el diálogo. ¿Cuál es el supuesto de esta actitud
moral dialógica o dialogal? No ciertamente la tolerancia, la condescendencia o
la transigencia, que son demasiado poco. En el plano de la moral cívica no se
trata de nada de eso. Su punto de partida es el respeto al valor moral de la
persona, a la dignidad del otro.
La situación ideal de diálogo
llevaría, sin más, a la coincidencia. Pero esa realidad no está realmente
“situada”, no se da en la realidad, y por tanto no puede fundarse sobre ella
ningún consenso. Sí, en cambio, sobre el reconocimiento de que, salvo la buena
voluntad, en este mundo no hay nada bueno sin limitación y de que, por
consiguiente, toda afirmación moral es bifronte, bivalente, ambivalente, es
afirmación, cuando menos parcial, de un algo que no es todo, de una luz que va
acompañada de su propia sombra. Es lo que el punto de vista de otro aporta y lo
que me debe “afectar”. Respeto moral al otro, por el valor en sí de su dignidad
personal, pero respeto intelectual también, por la aportación moral que su
punto de vista puede suponer.
Existe una correspondencia entre la
moral cívica en el plano de la sociedad civil y la democracia como moral en el
plano de la sociedad política democrática. Y aunque se dé separación de razón,
no hay separación real entre uno y otro plano. En la realidad no hay solución
de continuidad entre la autoridad moral y la autoridad política
democráticamente legitimada, entre la coerción sociomoral y la coerción
política democráticamente institucionalizada. Ninguna sociedad está, en la
realidad, plena y actualmente abierta,
sólo está, en el mejor de los casos, potencialmente, disponiblemente abierta.
¿Pero hoy qué? ¿Cuál es la situación
actual de los valores éticos de voluntad de cambio y progreso moral? La crisis
actual de los valores éticos es, primariamente, una crisis consistente en
desmoralización. La doble dimensión conceptual de este término, como falta de
confianza vital en el quehacer personal y comunitario de la existencia, y también
como confusión intelectual ante la perturbadora ruptura de la anterior unicidad del código moral. Es decir,
perplejidad, tendencia al relativismo y desmoralización, ahora ético-teórica, a
la vista de la contradicción entre las diferentes morales como contenido.
Faltan a nuestra época, a la vez, el impulso vital reformador y el espíritu
crítico de examen y contraste de las diferentes valoraciones establecidas.
Esta situación mueve a trasladar el
acento desde los grandes principios de la ética, a lo que atañe directamente a
la vida y obra de cada día, a la supervivencia, aquí y ahora, a lo que
inmediatamente se ha de hacer u omitir.
La actualidad, la época de los
llamados “movimientos”, en los que no se milita como en los partidos políticos,
y a los que simplemente la gente se incorpora. Época ya no de revolución, pero
sí de remoralización, es decir, de recuperación de la actitud moral y de
confianza, frente a la violencia y la agresión, en el lenguaje y la razón para
la resolución de los conflictos a través de la comprensión del punto de vista
del otro, en el diálogo, y del establecimiento de una sociedad de auténtica
comunicación moral y no simplemente material.
J.L. López-Aranguren, 1984