A decir verdad, el reconocimiento de
la ignorancia es una de las más hermosas y seguras pruebas de juicio que
encuentro. Desearía tener una comprensión más perfecta de las cosas, pero no la
quiero adquirir al precio tan alto que cuesta. Mi intención es pasar con
dulzura y sin esfuerzo lo que me resta de vida. No quiero romperme la cabeza
por nada, ni siquiera por la ciencia, por mucho que sea su valor. En los libros
busco solamente deleitarme con una honesta ocupación. Si estudio, no busco otra
cosa que la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo y que me enseña a
morir bien y a vivir bien.
En cuanto a las dificultades, si
encuentro alguna leyendo, no me como las uñas con ellas, las dejo en su sitio
tras hacer un intento o dos. Si me plantara en ellas, me perdería, y perdería
el tiempo. Porque tengo el espíritu saltarín. Lo que no veo al primer intento,
lo veo menos aún obstinándome. Nada hago sin alegría, y la continuidad, así
como la tensión demasiado firme me ofusca el juicio, lo entristece y fatiga. Mi
vista se enturbia y dispersa. No tengo más remedio que apartarla y volverla a
fijar de manera intermitente.
Si un libro me disgusta, cojo otro, y
sólo me entrego a ello en los momentos en que el aburrimiento de no hacer nada
empieza a adueñarse de mí.
Digo libremente mi opinión sobre
cualquier cosa, y aun sobre aquella que supera tal vez mi capacidad y que de
ninguna manera considero de mi jurisdicción. Cuanto opino, lo opino además para
declarar la medida de mi vista, no la medida de las cosas.
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