Hace poco he tenido ocasión de escuchar a un profesor universitario de filosofía moral, o sea ética, y entre lo que dijo en su exposición hubo una frase que me llamó la atención: “Somos seres desajustados”. Efectivamente, tras pensarlo, creo que es así, y eso nos diferencia del resto de especies animales y nos hace humanos.
Los individuos de otras especies nacen, viven, y mueren perfectamente ajustados con el mundo. No cuestionan su propia naturaleza ni la del universo. Existen muy adaptados al aquí y ahora, y satisfacen sus necesidades en función de su propia naturaleza y la naturaleza de su entorno.
Los humanos, en cambio, somos seres
raros, animales muy deficientes para sobrevivir en la naturaleza, que suplimos
nuestros desajustes mediante la cultura, entendida como el modo en que un grupo
humano afronta la vida y sobrevive.
Esto ha sido posible mediante la
evolución cerebral, social y cultural de nuestra especie. Nuestro cerebro, con
su plasticidad adaptativa, ha evolucionado incorporando lo necesario para la
supervivencia de nuestra especie. Las otras especies también han hecho algo de
esto.
Pero el ser humano es un ser
cultural. Rellena el desajuste entre su ser y el mundo con la cultura. La
cultura y la biología rigen nuestro comportamiento, y hacen que lo necesario
para sobrevivir sea considerado como lo bueno, y lo peligroso para la
supervivencia sea considerado como lo malo. En esto hay diferencias con las
otras especies. Así nos adaptamos al entorno y al mundo. Evolucionamos y
transformamos nuestro entorno, nuestras relaciones, y a nosotros mismos.
Pero nos desajustamos con el mundo y
la naturaleza. Intentamos comprender el universo y comprendernos a nosotros
mismos, pero siempre nos falta o sobra algo o alguien. Somos la única especie
que presenta diferencias entre lo que piensa, lo que dice, y lo que hace. Eso
se llama “disonancia cognitiva”, y cuando ocurre y nos produce malestar,
normalmente cambiamos lo que pensamos, no lo que hacemos.
El mundo y la vida no se ajustan bien
con nosotros. Estamos fuera de las tolerancias de holgura y apriete del ajuste
entre nosotros y la naturaleza. Estamos desajustados con ella, con las otras
especies, y con los otros individuos de nuestra propia especie. Y lo curioso es
que la causa es nuestra propia humanidad. Nuestro cerebro posee plasticidad en
sus conexiones neuronales, y crea realidades, símbolos e imágenes: otros mundos.
El cerebro nos permite sentir y
razonar. No somos ni puramente racionales ni estrictamente emocionales. El
lenguaje nos permite pensar, razonar y ser lógicos hasta el límite biológico
impuesto por nuestra propia naturaleza. Pero nuestro cerebro crea conceptos más
o menos mostrables, pero poco o nada demostrables.
Nuestra corporalidad, que incluye el
cerebro, produce nuestra emocionalidad y nuestro lenguaje o pensamiento. Y la
corporalidad, la emocionalidad y el lenguaje-pensamiento interaccionan entre
sí. Y nos desajustamos del mundo, cuya realidad percibimos a nuestro modo y
manera. O creamos otros conceptos que nos oprimen o nos liberan. Nos liamos
entre lo real, lo simbólico y lo imaginario.
Y es precisamente la parte no
objetiva del lenguaje humano la que nos humaniza. Los juicios de valor y otros
conceptos subjetivos y abstractos constituyen la ética, como evolución de lo
necesario o peligroso hacia lo bueno o lo malo. Igualmente con otras realidades
no materiales pero típicamente humanas.
El lenguaje nos hace humanos, nos
humaniza, crea la cultura y nos permite sobrevivir, pero nos hace hablar sin
saber de lo que hablamos. Salvo en ciencia, y aún en ella con limitaciones, no
podemos conocer de forma objetiva ni el mundo ni a nosotros mismos. Al pensar y
hablar creamos y mostramos, pero no demostramos.
Y es precisamente lo inefable, como
la conciencia, lo que nos humaniza.
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