Andando por la ciudad causan una
extraña impresión las puertas cerradas de las iglesias. Ya solo se abren para
los servicios litúrgicos. Para cualquier otro asunto, hay que tocar al timbre o
similares, o bien suele figurar entre los carteles y letreros del habitual
tablero un número de teléfono, quizás el del párroco. Puede que previa cita
concertada.
Antes las iglesias eran un
lugar de acogida y ayuda. Mantenían las puertas abiertas siempre. Eran lugares
de reflexión, oración, protección.
Lugares para la paz interior.
Eso sin mencionar aquel “acogerse a
sagrado” de pretéritos siglos, en los que entrando en una iglesia se quedaba
protegido de la justicia mundana. No se podía detener a nadie en un sagrado
recinto.
Evidentemente los tiempos han cambiado.
Las causas y causantes de ello son ya otro cantar, y se acogen a sagrado en
otros templos con despachos y ventanillas. Así que en la calle abundan los
“ocupas”, los robos, los pobres, y los turistas. Y también los centros de
jubilados, las residencias de ancianos, y los psicólogos. Y si hace frio o
calor siempre se puede entrar a unos grandes almacenes.
Las iglesias disponen de menos
personas, que quizás tienen otras cosas más urgentes que hacer, ayudando en
otros sitios, o discutiendo la titularidad de la propiedad del inmueble.
Mientras, las puertas siguen cerradas, salvo excepciones.
Pena. Sin más.
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