Ni el arte del timonel, ni su propia destreza, resultan ser peores por una tempestad. El timonel no ha garantizado la felicidad, sino un servicio eficaz y su pericia en dirigir la nave, lo cual se hace tanto más patente cuanto mayor es la fuerza imprevista que le obstaculiza. (…) La tempestad no impide la acción del timonel, sino el éxito.
Pues ¿qué?, ¿no perjudica al timonel
el percance que le impide llegar a puerto, que hace inútiles sus esfuerzos, que
o le hace retroceder, o lo detiene y desarbola? No lo perjudica en su condición
de timonel, sino en la de navegante: en este otro sentido él no es el timonel.
La pericia del timonel está tan lejos de impedirla que la pone de manifiesto;
pues, según el adagio, en mar bonancible
cualquiera es timonel. Estos contratiempos perjudican al navío, no al piloto en
cuanto tal.
El timonel encarna dos personalidades:
una común a todos los que han embarcado en la misma nave, pues también él es
pasajero; y otra específica, la de ser timonel. La tempestad le daña como
pasajero, no como timonel.
Además, el arte del timonel es un
bien para los demás, corresponde a aquellos que transporta, como el del médico
a aquellos que sana; el del sabio es un bien común: pertenece tanto a aquellos
con quienes vive como a él mismo. Así pues, quizá perjudique al timonel que el
servicio que ha prometido a los demás lo impida la tempestad.
Al sabio no le perjudica la pobreza,
ni el dolor, ni las demás contrariedades de la vida, ya que no se impide toda
su actividad, sino sólo la que interesa a los demás: él siempre está en la
brecha, y demuestra la mayor eficacia cuando la fortuna se le ha enfrentado; porque
entonces realiza el cometido propio de la sabiduría, que hemos proclamado como
un bien para los demás y para sí misma.
(Séneca. Epístolas morales a Lucilio, Libros XI-XIII, Epístola 85)
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