Un análisis un poco riguroso de la
palabra “felicidad” es imprescindible, porque se trata, quizás, del término más
contundente de toda la ética. (…) Hoy todos entendemos por “ser feliz”, bien el
estado de aurea mediocritas, bien
instantes pasajeros de máxima satisfacción de nuestros deseos, ensueños e
ilusiones.
La felicidad es, para los modernos,
un “estado de conciencia” o una “vivencia” personalísima que sólo puede
juzgarse dese fuera mediante un ejercicio de imaginación. Lo cual significa que
no sólo no es un término ético, sino tampoco un concepto empírico. (…)
Si a esto agregamos que la pura
formalidad del concepto de felicidad, su vacuidad, permite que se le llene con
los más variados contenidos, ¿qué otro concepto puede compararse a éste en
cuanto a comodidad de manejo, para poner dentro de él lo que cada filósofo
quiera?. (…) Por paradójico que parezca, es esta cualidad meramente
“recipiente” del término, lo que ha generalizado su uso por los filósofos hasta
tal punto que, excepto Kant y quienes han sido influidos por él, todos usaron y
siguen usando tal concepto.
Entre los no filósofos, la
inclinación de todas las personas a la felicidad, al unirse el creciente
acercamiento de su contenido a nuestras posibilidades, ha producido la
sensación psicológica de haberse tornado más asequible. (…)
La actual trivialización de la
palabra “feliz” corresponde a la vulgarización de las expectativas de la
felicidad. (…) La felicidad parece así haberse puesto ya al alcance de todas
las fortunas espirituales, a poco que crezcan los ingresos materiales. Claro
está que luego la cosa resulta más complicada y, cuando ya hemos logrado
aquello en que ilusoriamente poníamos la felicidad, ésta vuelve a alejarse. (…)
La agridulce verdad es que, a medida
que parece que nos acercamos a la felicidad, ella se aleja. Pero es justamente
este continuo acercarse, esta excitante sensación de estar ya tocando la
felicidad, esta intensidad que adquiere la vida cuando tiene una prometedora
meta a la vista, junto con determinados momentos de aparente plenitud, todo lo
que a los seres humanos les es dado sentir intramundanamente como la felicidad.
Desde un punto de vista no
estrictamente ético, es menester reconocer que, en el proyecto vital de la
mayor parte de las personas, los imperativos éticos, cuando se aceptan por sí
mismos, ocupan un lugar subordinado o al menos puesto al servicio de la
felicidad que, sobre todo bajo la forma social, constituye la ética cotidiana,
la ética usual de nuestro tiempo.
(J.L. López-Aranguren, 1909-1996)
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