lunes, 15 de abril de 2013

Kant y el respeto.






El respeto se aplica sólo y únicamente a personas, nunca a cosas. Las cosas pueden despertar en nosotros la inclinación o incluso el amor, si se trata de animales, o también el temor, pero jamás el respeto. Algo que se aproxima mucho a este sentimiento es la admiración, y la admiración como afección, es decir, el pasmo o el asombro, puede aplicarse también a las cosas y los animales. Pero nada de esto es respeto.
Una persona puede ser también para mí objeto de amor, de temor o de una admiración que puede llegar hasta el pasmo y no ser por esto un objeto de respeto. Su humor, su valentía y su fuerza, el poder de su rango entre sus semejantes pueden inspirar en mí sentimientos de este género, pero todavía sigue faltando aquí el respeto interno hacia ella.
Fontenelle dice: “Delante de un gran señor yo me inclino, pero no así mi espíritu.” A lo cual yo puedo añadir: ante una persona vulgar y corriente, en quien yo percibo una rectitud de carácter llevada hasta un grado que no reconozco en mí, mi espíritu se inclina, lo quiera yo o no, por mucho que yo levante la cabeza para no hacerle olvidar mi superioridad.
¿Por qué esto? Porque su ejemplo me presenta una norma que rebaja mi presunción cuando la comparo con mi conducta, porque ella me está probando de hecho que es posible obedecer esa norma y por tanto ponerla en práctica. Pero aunque yo pueda ser consciente de poseer una rectitud de carácter semejante a la suya, no por eso disminuye en mí el respeto. Aun siendo imperfecta toda bondad humana, la norma hecha visible en un ejemplo humilla no obstante mi orgullo, porque siéndome la imperfección atribuible a la persona que tengo ante mí menos conocida que la mía propia, esa persona se me aparece bañada de una luz más pura y me sirve de medida.
El respeto es un tributo al mérito que no nos es posible rehusar, lo queramos o no, aun cuando podamos impedir que se manifieste exteriormente, no está en nuestra mano evitar que lo sintamos en nuestro interior.

Kant, Crítica de la razón práctica, libro I, cap. III.
 
 

 

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