domingo, 27 de abril de 2014

Ideas y Valores.



 

Parece que ya no se producen ideas ni valores. La pasividad y la inercia caracterizan la atmósfera de nuestro tiempo, donde no existe sentido alguno, sino que todo se agota en la fascinación de lo espectacular.
Hay que preguntarse cómo después de tantas revoluciones y de un siglo o dos de aprendizaje político, y todas las energías dedicadas a sensibilizar a la gente sobre su historia, solo hay mil personas que reaccionan, y millones de personas que se mantienen pasivas y prefieren, con toda su buena fe, con alegría, y sin preguntarse ni siquiera el motivo, un partido de fútbol a un drama humano o social.
La respuesta hay que buscarla en el hecho de que, como estamos bombardeados de estímulos, mensajes, test y sondeos, nuestras cabezas se han convertido en el lugar por donde circulan ideas y valores que no hemos producido sino que simplemente hemos absorbido. Cabezas y corazones que no se expresan, sino que se sondean, no para conocer sus ideas y valores, sino para comprobar el grado de eficacia de los medios de comunicación a la hora de inculcar en ellos una idea o un presunto valor, y comprobar luego el índice de aceptación.
De modo que nuestras cabezas, reducidas a pantallas de lectura, ya no son un lugar de idear y de inventar, sino un lugar de absorción y de implosión, donde se destruye cualquier sentimiento impulsor y cualquier significado adquirido se acomoda al ideal de uniformidad que es la inercia del conformismo.
Sin una participación aunque sea mínima en el mundo de las ideas y de los valores, la sociedad se convierte en masa que absorbe energía social y no se refleja. La masa absorbe todas las ideas y no elabora ninguna, acoge todos los valores y simplemente los digiere.
Entonces los aspectos banales de la vida, los hábitos de la cotidianidad, se convierten en temas consistentes, mientras que la historia y la política representan en televisión su función para un pueblo que al mismo tiempo se ha convertido en público, que asiste a ella como se asiste a un partido de fútbol o al cine.
Esta situación no solo es contraria a cualquier toma de conciencia, por falta de ideas y de valores, sino que también lo es a cualquier toma de palabra.

(Baudrillard / Galimberti)
 
 

 

lunes, 21 de abril de 2014

Encanto en Salamanca: libros y Universidad. Foucault y Bolonia.



 
 
 

Desde que llegaron las grandes cadenas de librerías, Internet incluido, las pequeñas librerías con encanto han ido desapareciendo, como las tiendas del barrio, y con ellas el consejo experto y el amor por los libros. Desde hace años, un viacrucis de pena y de nostalgia. Y encima, la engañosamente llamada “crisis”. Definitivamente, ganar dinero es una cosa, amar y entender de libros otra bien distinta.
Una vez más, unos días en Salamanca. Siempre hay algo interesante que ver o hacer en esa histórica, monumental, universitaria y maravillosa ciudad. Esta vez, de callejeo, he podido ver una librería de esas que ya no quedan. Se llama La Nave. Es pequeña y a dos bandas. Me explico. Ni ancha ni profunda, con libros antiguos a la derecha y joyas de autor a la izquierda. O sea: todo allí son joyas. Pequeña librería, innovadora y con encanto. Adentro pues.
 Su dueño, atento y entendido, como bien hemos  podido comprobar. Tras fisgar y ojear un buen rato por la banda derecha, la de los libros, con harto dolor de corazón, por aquello de que todo no se puede, ha sido preciso elegir, para luego dirigirse al mostrador con varios libros de segunda mano y uno nuevo. No sólo estaba nuevo, era nuevo, de reciente publicación. Viendo los libros elegidos, ha preguntado amablemente si yo era profesor de filosofía. Le he dicho que no, y tras decirle mi profesión, le he comentado algo sobre las “aficiones” que me hacían estar presente allí, eligiendo aquellos tomos y temas. La verdad es que nunca me ha convencido una tajante separación, que no he seguido en la vida: Ciencias o Letras. Me ha dicho que era licenciado en Filosofía, y que uno de los libros por mí elegidos, el nuevo precisamente, lo había escrito él en persona como trabajo de su master en Filosofía.
Una breve conversación nos ha llevado lejos, aunque rápido,  hasta los acuerdos de Bolonia, y los cambios originados en los estudios universitarios por esa  causa, que no razón. En algunos casos, como el de las Humanidades, sería más adecuado hablar de reducción, incluso eliminación o similar. Tras “el qué” y “el cómo”, han venido “el por qué” y “para qué”, a cuyo respecto ha comentado: “Por qué lo hacen, eso está muy claro”. También creo que está muy claro, así que no hemos seguido con el tema. Creo que hubiésemos coincidido. Nos ha regalado uno de los libros elegidos, y tras pagar, nos hemos despedido hasta otra ocasión.
He leído por encima su trabajo, lo leeré con más calma. Es un excelente trabajo sobre Foucault y el poder. Ahora me resulta evidente lo que él tenía claro. Sí, creo que estamos de acuerdo en ese tema. 
Los acuerdos de Bolonia han sido una ocasión utilizada y aprovechada para poner la Universidad al servicio, no del saber y del conocimiento, sino de empresas, corporaciones, e instituciones varias. Con la “excusa” de la necesidad del empleo y de la utilidad social, así como las requeridas homologaciones internacionales, se legitiman valores e ideologías. El poder quiere personas que sepan “cómo” lograr “lo que” se manda, sin preguntar “por qué”, “para qué”, o “para quién”. Interesan los profesionales prácticos. Del “qué” se encargan otros. Se quiere gente “formada”, eficiente y productiva, no pensadora, ni crítica. Empleados competitivos, no solidarios. Que trabajen en equipo. En el suyo, claro está.
Ya no abundan ni las librerías ni las personas así. Son “especies” en peligro de extinción, pero no por ello protegidas, faltaría más. Nos gustaría volver. John Stuart Mill me espera en un libro encuadernado en cuero azul, que no he comprado esta vez.
 
 
 
 
 

 

domingo, 13 de abril de 2014

El Estado del bienestar y el bienestar del Estado.





Si el libre mercado y la democracia, sin la redistribución de la riqueza, o como solemos decir, sin el “Estado del bienestar”, son incompatibles porque, como decía Adam Smith, el poder de los números (la democracia) se concilia mal con el poder de la propiedad (el capitalismo), será necesario exportar, junto con la democracia y el capitalismo, también la redistribución de la riqueza y el Estado del bienestar. Sin embargo, parece que la tendencia de nuestro tiempo camina en sentido inverso, y no solo no está prevista la exportación del Estado del bienestar al mundo no occidental, sino que se tiende a reducirlo y hasta desmantelarlo en Occidente. Ya veremos cuáles son las consecuencias.
(U. Galimberti)
 
 

 

domingo, 6 de abril de 2014

Defraudar al amigo o incumplir una promesa.





Quien acepta beneficios y se niega a devolverlos cuando estos son requeridos, causa un daño real al defraudar una de las más naturales y razonables expectativas, expectativa a la que por lo demás debe haber dado pie, al menos tácitamente, ya que de lo contrario, pocas veces se le abrían otorgado beneficios.
El grado de importancia que tiene el defraudar esta expectativa, entre los daños e injusticias padecidos por las personas, se muestra en el hecho de que constituye la principal malicia de dos actos en gran medida inmorales como lo son el defraudar al amigo o el incumplir una promesa. Pocas cosas causan mayor dolor al ser humano, y ninguna le hiere tanto, como el hecho de que aquellos en los que habitualmente y firmemente confía le fallen cuando está en apuros. Pocas injurias son mayores que esta simple privación de bien. Ninguna provoca mayor resentimiento, ya bien en quien la sufre o en el espectador que simpatiza con la víctima.
De aquí se colige que el principio de dar a cada uno lo que se merece, es decir, bien por bien así como mal por mal, no sólo está incluido en la idea de justicia tal como la hemos definido, sino que es objeto apropiado de aquel intenso sentimiento que coloca, en la estima de los seres humanos, lo justo por encima de la simple conveniencia.
John Stuart Mill (1806-1873). El utilitarismo, cap. V
 
 

 

viernes, 4 de abril de 2014

Los juicios de valor y las emociones.





Las afirmaciones de valor no son científicas, sino emotivas. Los conceptos éticos fundamentales son inanalizables, puesto que no existe ningún criterio  mediante el cual pueda probarse la validez de los juicios en que aparecen.
Al decir que un cierto tipo de acción es bueno o malo, no estoy haciendo ninguna declaración factual, ni siquiera una declaración de mi propio estado de ánimo. Simplemente, estoy expresando ciertos sentimientos morales. De modo que está claro que carece de sentido preguntar quién de nosotros tiene razón. Porque ninguno de nosotros está manteniendo una proposición auténtica. Por lo tanto, no son ni verdaderas ni falsas. Son, en parte, expresiones de sentimiento, y, en parte, mandatos.
Pero en todos los casos en que podría decirse que alguien está haciendo un juicio ético, la función de la palabra ética correspondiente es puramente emotiva. Es habitual expresar sentimientos acerca de determinados objetos, pero no hacer ninguna afirmación acerca de ellos.
Vale la pena aclarar que los términos éticos no sirven sólo para expresar sentimientos. Están calculados también para provocar sentimientos, y para estimular así a la acción. En realidad, algunos de ellos se utilizan de tal modo que dan a las oraciones en que aparecen el efecto de mandamientos.
En realidad, podemos definir la significación de las diversas palabras éticas, en términos de los diferentes sentimientos que generalmente se consideran que expresan y también de las respuestas para cuya provocación están calculadas.
Ahora podemos ver por qué es posible encontrar un criterio para determinar la validez de los juicios éticos. No es porque tengan una validez absoluta, misteriosamente independiente de la experiencia sensorial ordinaria, sino porque no tienen validez objetiva de ninguna clase. Si una oración no hace ninguna declaración, carece de sentido evidentemente preguntar si lo que se dice es verdadero o falso. Y hemos visto que las oraciones que sólo expresan juicios morales no dicen nada. Son puras expresiones de sentimientos, y como tales, no corresponden a la categoría de verdad y de falsedad. Son inverificables, por la misma razón que es inverificable un grito de dolor o una palabra de mando, porque no expresan auténticas proposiciones. Sencillamente, estamos evidenciando sentimientos, lo cual no es, en absoluto, lo mismo que decir que los tengamos.
Alfred J. Ayer (1910-1989). Lenguaje, verdad y lógica, cap. 6