lunes, 1 de junio de 2020

El Himno Homérico a Deméter y los Misterios de Eleusis.


¡Comienzo por glorificar en mi canto a Deméter, venerable diosa de hermosa cabellera, y a su esbelta hija a quien arrebató Hades!

Zeus, el de resonante trueno y amplias miradas, se la entregó sin que lo supiera Deméter, la de áurea hoz y espléndidos frutos, cuando aquélla jugaba juntamente con las hijas de Océano, las de profunda cintura.

Ella cogía flores en un ameno prado: rosas, azafrán, hermosas violetas, espadillas, jacintos y aquel narciso que la Tierra produjo tan admirablemente lozano, por la voluntad de Zeus, con el fin de engañar a la doncella de cutis de rosa y complacer a Hades.

Y al verlo se asombraron así los inmortales dioses como los mortales hombres. De su raíz se elevaron cien capullos y con su fragante aroma sonreían el alto cielo inmenso y la tierra toda y las vastas llanuras del salado mar.

Al verlo la joven tendió hacia él ambas manos para apoderarse de aquel hermoso juguete; pero entonces se abrió la tierra de anchos caminos en la llanura Nisa,
y por la abertura salió el soberano Hades, hijo famoso de Cronos, llevado por sus corceles inmortales.

Y arrebatándola contra su voluntad en carro de oro, se la llevó mientras gritaba y gemía, invocando a su padre, el sumo y excelente Crónida Zeus.

Pero ninguno de los inmortales ni de los mortales oyó su voz: ni siquiera sus compañeras de espléndidas muñecas y tobillos.

Solamente la oyeron la hija de Perseo, la de tiernos pensamientos, desde su cueva: Hécate, la de reluciente diadema, y el rey Helios, el hijo esclarecido de Hiperión.

Éstos la oyeron cuando invocaba a su padre, el Crónida Zeus. Pero éste se encontraba lejos y aparte de los dioses, sentado en un templo, rodeado de muchos suplicantes, donde le eran ofrecidos hermosos sacrificios por los mortales hombres.

Contra su voluntad, pues, por el consejo de Zeus, se la llevó su tío paterno Hades con los caballos inmortales, aquel que sobre muchos impera y a muchos recibe, el hijo famoso de Cronos.

Mientras la joven no perdió de vista la tierra, el cielo estrellado, el impetuoso oleaje del Ponto abundante en peces y los rayos del sol, aún confiaba que vería a su augusta madre y las familias de los sempiternos dioses; de modo que, aunque lloraba, la esperanza acariciaba su ánimo y resonaban las cumbres de los montes y las profundidades del Ponto con su voz.

Fue entonces cuando al fin la escuchó su venerable madre; sintió ésta que un agudo dolor le traspasaba el corazón, destrozó con las manos la cinta que sujetaba su cabellera inmortal, echóse sobre los hombros un manto negruzco y salió presurosa, a la manera de las aves, en busca de su hija por la tierra y el mar.

Mas ninguno de los dioses ni de los mortales quiso revelarle la verdad; ni siquiera se le presentó algún ave que con sus augurios le anunciara algo con certeza.

Así anduvo la noble Deméter, vagando durante nueve días por la tierra con una antorcha encendida en las manos, llena de tristeza; y en ese tiempo no gustó la ambrosía ni el dulce néctar, ni sumergió su cuerpo en el baño.

Mas cuando esparció su luz la radiante décima aurora, le salió al encuentro Hécate con una antorcha en la mano, y para darle noticias le dirigió la palabra diciendo:

“¡Venerable Deméter, que nos traes los frutos a su tiempo y nos haces espléndidos dones! ¿Cuál de los dioses del cielo o de los mortales hombres arrebató a Perséfone y entristeció tu ánimo? Porque yo oí sus gritos, pero no vi con mis ojos quién fuese el raptor. Me apresuro a decirte toda la verdad.”
Así se expresó Hécate.

Pero la hija de Rea, la de hermosa cabellera, no le respondió palabra alguna, sino que al punto echó a correr con ella, llevando en sus manos las teas encendidas. Y llegándose a Helios, el sol, atalaya de dioses y de hombres, se detuvieron ambas ante sus corceles. A él Deméter, la divina entre las diosas, lo interrogó:

“¡Oh, Helios! Hónrame a mí que soy diosa, si alguna vez he regocijado con palabras u obras tu corazón y tu ánimo; y también a la hija que di a luz, dulce retoño, famosa por su hermosura, cuya voz afligida alcancé a oír al través del vano viento, cual si fuese violentada, aunque no lo vi con mis ojos. Pero tú, que con tus rayos contemplas desde el divino éter toda la tierra y el Ponto, dime sinceramente, si es que alguna parte viste a mi hija amada, cuál de los dioses o de los mortales hombres se la ha llevado, cogiéndola a viva fuerza, contra su voluntad y durante mi ausencia.” Así le habló. Y el hijo de Hiperión le contestó con estas palabras:

“¡Oh reina Deméter, hija de Rea, la de hermosa cabellera, tú lo sabrás! Porque mucho te venero y me apiado de ti al verte acongojada por causa de tu hija. Ninguno de los inmortales es culpable sino Zeus, que amontona las nubes, el cual se la dio a Hades, su propio hermano, para que la llamara su esposa. Y Hades, raptándola, se la llevó en su carro a las oscuras tinieblas, mientras ella profería grandes gemidos. Pero, oh diosa, cese tu gran llanto: ninguna precisión tienes de sentir sin motivo esa cólera insaciable, pues no es Hades, que sobre muchos impera, tu propio hermano, un yerno indigno de ti. En cuanto a su jerarquía, a él cupo en suerte, cuando en un principio se efectuó la división en tres partes, ser señor de aquellos entre los cuales mora.”

Dijo así y al punto azuzó los corceles; y éstos, con la increpación, arrastraron rápidamente el veloz carro con las alas extendidas a manera de aves.

Pero Deméter sufrió en su corazón un mayor y más cruel dolor. Irritada contra el Crónida Zeus que se envuelve en oscuras nubes, evitando el consorcio de los dioses y el alto Olimpo, se fue hacia las ciudades de los hombres y los fértiles campos de cultivo, ocultando por mucho tiempo su figura inmortal. Nadie al verla la reconoció, ni los varones ni las mujeres de apretados ceñidores, hasta que llegó al palacio del prudente Celeo, que entonces era rey de Eleusis, perfumada de incienso.

Afligida en su corazón, sentóse a la vera del camino, en el pozo Partenio adonde iban por agua las mujeres de la ciudad, a la sombra, pues en su parte alta había brotado un frondoso olivo. Parecía una anciana que ya no fuese apta para dar a luz ni para gozar de los presentes de Afrodita, la de bella corona. Estaba tal cual suelen las nodrizas de los hijos de reyes que administran justicia o las despenseras de los palacios de infinitos salones.

Ahí la vieron las hijas de Celeo, hijo de Eleusino, que venían por agua, fácil de sacar, para llevarla en vasijas de bronce al palacio de su padre. Eran cuatro, como cuatro diosas, en plena flor de su juventud: Calídice, Clisídice, Demo la amable y Calítoe, que era la mayor de todas. No la reconocieron, pues para los mortales los dioses son difíciles de reconocer por su aspecto. Mas acercándose a ella le dijeron estas aladas palabras:

“¿Quién eres? ¿De dónde eres, oh anciana? ¿De qué antiguos varones naciste? ¿Por qué estás acá retirada de la ciudad y no entras a las mansiones en que las mujeres de edad como la tuya y también las más jóvenes suelen habitar? Ellas te recibirían con una amistad que probarían así sus palabras como sus obras.” Así dijeron. Y la más venerada entre las diosas les respondió con estas palabras:

“¡Hijas amadas, cualesquiera que seáis de entre las jóvenes, salud! Yo os hablaré, que no es inconveniente revelaros la verdad a vosotras que venís a hablarme. Mi nombre es Doso, que tal fue el que me impuso mi venerada madre. Ahora he venido de Creta, sin que yo lo deseara, por el ancho dorso del mar; pues unos piratas me llevaron fatal y violentamente, contra mi voluntad. Acercaron luego su nave veloz a Torico, donde las mujeres saltaron juntas a tierra, mientras ellos disponían la cena junto a las amarras del navío; pero mi ánimo no apetecía la agradable cena, y lanzándome secretamente por la oscura tierra, huí de mis soberbios señores, temerosa de que vendiéndome —¡a mí, que nada les había costado!—, se lucraran con mi precio. Errante llegué aquí e ignoro qué tierra es ésta y quiénes son sus habitantes. ¡Que los dioses todos que tienen sus moradas en el Olimpo os concedan maridos legítimos y jóvenes, y tener hijos cuales los desean los padres! Pero apiadaos de mí, doncellas, sedme benévolas, hijas amadas, hasta que encuentre la casa de unos esposos para trabajar gustosamente por ellos, haciéndoles cuantas faenas son propias de una mujer anciana. Yo bien podría servir corno nodriza a un infante recién nacido y tomarlo en mis brazos y sabría guardar la casa y arreglar el lecho de mi señor en lo más recóndito de su bien construida recámara, y enseñar labores a las mujeres.”
Así habló la deidad. Y al punto le respondió Calídice, doncella libre aún y la más hermosa de las hijas de Celeo:

“¡Oh, madrecita! Lo que nos deparan los dioses hemos de sufrirlo necesariamente los mortales, aunque estemos afligidos, pues aquéllos nos aventajan mucho en poder. Pero déjame informarte claramente de esas cosas y nombrarte los varones en quienes reside aquí la honra del supremo mando; los cuales sobresalen en el pueblo y defienden los muros de la ciudad con sus consejos y rectos fallos. Las esposas de todos éstos —del prudente Triptólemo, de Dioclo, de Polixeno, del irreprensible Eumolpo, de Dólico y de nuestro esforzado padre— llevan el gobierno de sus moradas; y ninguna, en cuanto te vea, te alejará de su casa, menospreciando tu aspecto; todas te admitirán, pues tienes el aspecto de una diosa. Mas, si lo prefieres, espera aquí mientras vamos a la casa de nuestro padre y narramos detalladamente todas estas cosas a nuestra madre Metanira, la del apretado ceñidor que hace caer la túnica en pliegues profundos, por si acaso te manda que vayas a nuestra casa y no busques las de los demás. En su bien construida mansión nutre a un hijo que le nació tardíamente, pues lo engendró en su ancianidad, y se siente con él muy alegre y benévola. Si lo criaras tú, y él llegara a la época de la pubertad, cualquiera de las mujeres te envidiaría al verte: tan grande recompensa te daría por la crianza.”

Deméter asintió con la cabeza. Y las jóvenes, una vez que llenaron de agua las refulgentes vasijas, regresaron ufanas a su mansión. Presto llegaron a la espaciosa morada de su padre y al momento contaron a su madre lo que habían visto y oído, y ésta les mandó que fueran en seguida a llamarla, ofreciéndole un enorme salario.

Como las ciervas o las becerras retozan por el prado en la estación primaveral, una vez que se han saciado de forraje, así las doncellas, cogiéndose los pliegues de sus lindos velos, se lanzaron por el camino ahondado por el correr de los carros: alrededor de sus hombros flotaban las cabelleras que parecían flores de azafrán.

Encontraron a la diosa preclara cerca del camino, en donde antes la habían dejado, y la condujeron a la mansión de su querido padre. Ella les seguía detrás, acongojada en su corazón y cubierta desde la cabeza: el pardo velo ondulaba en torno de los ágiles pies de la diosa.

Pronto llegaron a la morada de Celeo, seguidor de Zeus, y penetraron en el pórtico donde la venerada madre estaba sentada, cerca de la columna que sostenía el techo artificiosamente labrado, con el niño, su nuevo retoño, en el regazo. Las doncellas corrieron hacia su madre y la diosa traspuso con sus pies el umbral, rozó con su cabeza la viga del techo y llenó las puertas de un resplandor divino. Sobrecogió a la dueña un temor mezclado de reverencia y juntamente se puso pálida, y le cedió el asiento y la invitó a sentarse. Pero Deméter, que nos trae los frutos a su tiempo y nos hace espléndidos dones, no quiso sentarse en el vistoso sillón, sino que permaneció callada y con los bellos ojos hincados en tierra, hasta que Iambe, la de castos pensamientos, puso para ella una fuerte silla que cubrió con un blanco vellocino. Una vez sentada, con sus propias manos echó hacia adelante, sobre el rostro, el velo que ataba su cabellera. Pero reprimía la voz por causa de su pena, y así permaneció sentada, sin tomar parte en la conversación ni comunicarse con nadie, ni por medio de sus palabras ni por medio de sus obras; permanecía sentada sin sonreír, sin aceptar alimento ni bebida, deshecha por la añoranza de su hija, la de profunda cintura, hasta que Iambe, la de castos pensamientos, bromeando mucho, movió con sus chistes a la casta señora a sonreír, a reír y a tener alegre ánimo: por esto Iambe en tiempos posteriores agradó a la diosa en sus ritos.
Entonces Metanira le ofreció una copa llena de vino dulce como la miel, pero la diosa la rechazó, afirmando que le estaba vedado beber el rojo vino; le rogó en cambio que le diera una mezcla de harina con agua y menta molida. Aquélla preparó la mixtura y se la ofreció a la diosa, como ésta lo ordenara, y la muy venerable Deméter, habiéndola aceptado de conformidad con el rito… [...] …Metanira, la de profunda cintura, comenzó a decir:

“Salve, mujer, pues no creo que tus padres sean viles, sino nobles: el pudor y la gracia brillan en tus ojos como si descendieras de reyes que administran justicia. Lo que nos deparan los dioses hemos de sufrirlo necesariamente los humanos, pues su yugo está sobre nuestro cuello. Ahora, puesto que has venido acá, tendrás cuanto tengo yo misma. Críame este niño que los inmortales me han dado tardía e inesperadamente, después de reiteradas súplicas. Si tú lo criaras y él llegara a la época de la pubertad, cualquiera de las mujeres te envidiaría al verte: tan grande recompensa te daría por la crianza.” Respondióle a su vez Deméter, la de bella corona:

“Salve también tú, oh mujer, y mucho, y que los dioses te colmen de bienes. Gustosa recibiré a tu hijo, como lo mandas, y lo criaré. No temas por su bienestar, pues no probará la leche de ninguna nodriza perversa ni lo dañará ningún sortilegio de los que causan la posesión de una criatura ni probará el dañino hilótomo, pues conozco las poderosas hierbas que se recogen y sé un remedio excelente contra el funestísimo sortilegio.”

Habiendo hablado así, cogió con sus manos inmortales al niño y se lo puso en el fragante seno; y la madre se alegró en su corazón. Así ella criaba en el palacio al hijo ilustre del prudente Celeo, Demofoonte; a quien había dado a luz Metanira, la de bella cintura; y el niño crecía, semejante a un dios, sin comer pan ni mamar la leche de su madre. Deméter lo frotaba con ambrosía, cual si fuese hijo de una deidad, halagándolo suavemente con su aliento y llevándolo en el seno; y por la noche lo ocultaba en el ardor del fuego, como un tizón, a escondidas de sus padres, para los cuales era una gran maravilla que creciera tan floreciente y con un aspecto tan parecido al de las deidades.

Y así le hubiera librado de la vejez y de la muerte; pero Metanira, espiándola durante la noche, vio todo desde su perfumado lecho. Rugió entonces y temerosa por su hijo se golpeó ambos muslos y enloqueció de furor, y entre lamentos le dirigió estas aladas palabras:

“¡Hijo Demofoonte! Esa forastera a quien yo he dado un lugar en mi casa te esconde en un gran fuego, y me causa llanto y funestos pesares.”

Así gritó gimiendo. Y la escuchó la venerada entre las diosas. Irritada contra ella, Deméter, la de bella corona, sacó del fuego al niño amado, al que inesperadamente había dado a luz Metanira en el palacio, y con sus manos inmortales lo apartó de sí, dejándolo en el suelo. Terriblemente enojada en su ánimo, dijo al mismo tiempo a Metanira, la de hermosa cintura:

“¡Hombres inconscientes y locos! ¡No podéis presagiar ni la buena ni la mala suerte que están por venir! Tú ahora, por tu necedad, te has procurado un daño enorme. Pongo por testigo la implacable corriente de la Estigia, pronuncio el juramento de los dioses: yo iba a hacer de tu hijo amado un ser inmortal y no expuesto a la vejez, y le iba a conceder eternos honores. Ahora en cambio ya no le será posible evitar la muerte y las parcas. Mas el honor imperecedero lo acompañará siempre, por haber subido a mis rodillas y haber dormido en mis brazos: con el andar de los tiempos, al llegar la estación debida, los jóvenes eleusinos celebrarán en su memoria competencias y luchas una y otra vez."
”Yo soy la venerada Deméter, que representa la mayor utilidad y alegría así para los inmortales como para los mortales. He aquí lo que debéis hacer: lábreme todo el pueblo un gran templo con su altar al pie de la ciudad y de su alto muro que se ciernen sobre el pozo Calícoro, en la prominente colina, y yo, en persona, os enseñaré los misterios para que luego aplaquéis mi ánimo con santos sacrificios.” Así habló la diosa.

Y luego transformó su estatura y apariencia y abandonó su aspecto senil, de modo que por todas partes respiraba belleza. Su peplo brillante exhalaba un agradable aroma. La luz de su cuerpo inmortal brillaba a lo lejos. Sus cabellos dorados caían por los hombros. Y toda la bien construida recámara se iluminó como al resplandor de un relámpago.

Pero la diosa inmediatamente se alejó, y al punto desfallecieron las rodillas de Metanira, que estuvo largo tiempo sin voz y sin acordarse en absoluto del hijo que le había nacido en la vejez, para levantarlo del suelo. Mas la voz lastimera del niño fue oída por sus hermanas, que saltaron de los lechos de hermosas colchas: una de ellas levantó al infante con sus manos y se lo puso en el seno, otra encendió fuego, y otra acudió ligera moviendo las tiernas plantas para levantar a su madre en la perfumada alcoba. Reunidas alrededor del niño, que estaba palpitando, lo lavaron y acariciaron; pero no se le aquietó el ánimo, pues ahora lo sostenían unas amas y nodrizas muy inferiores. Éstas, temblando de miedo, apaciguaron durante toda la noche a la gloriosa deidad; y al descubrirse la aurora, refirieron verazmente al poderoso Celeo lo que había mandado la diosa Deméter, la de bella corona.

Celeo, habiendo convocado al numeroso pueblo para que se reuniera en el ágora, ordenó que se erigiera un rico templo y un altar a Deméter, la de hermosa cabellera, en la prominente colina. Muy pronto le obedecieron; escucháronle atentos mientras les hablaba y, tal como lo mandó, labraron un templo que fue creciendo por voluntad de la diosa. Una vez que lo hubieron terminado y cesaron de trabajar, cada cual regresó a su casa. Y la blonda Deméter se estableció allí, lejos de los bienaventurados dioses, carcomiéndose en la soledad y la tristeza que sentía por su hija, la de profunda cintura. E hizo que sobre la fértil tierra fuese aquel año muy terrible y cruel para los hombres; y el suelo no produjo ninguna semilla, pues las escondía Deméter. En vano arrastraron los bueyes muchos corvos arados por los campos e inútilmente cayó en abundancia la blanquecina cebada sobre la tierra. Y hubiera perecido por completo el linaje de los hombres dotados de palabra por causa del hambre feroz, privando a los inmortales del honor de las ofrendas y de los sacrificios, si Zeus no lo hubiese notado y considerado en su ánimo.

Primeramente incitó a Iris, la de áureas alas, a que llamara a Deméter, la de hermosa cabellera y aspecto amabilísimo. Así se lo recomendó; y ella, obedeciendo a Zeus, el hijo de Cronos, que se envuelve en oscuras nubes, recorrió velozmente con sus pies el espacio intermedio. Llegó a la ciudad de Eleusis, perfumada por el incienso, halló en el templo a Deméter, la del luctuoso velo, y hablándole le dijo estas aladas palabras:

“¡Oh, Deméter! Te llama el padre Zeus, conocedor de lo eterno, para que vayas a donde están las familias de los sempiternos dioses. Ve, pues, y no sea ineficaz mi palabra, que procede de Zeus.” Así dijo, suplicándole. Pero el ánimo de Deméter no se dejó persuadir.

Seguidamente Zeus le fue enviando a todos los sempiternos, bienaventurados dioses, y éstos se le presentaron unos en pos de otros, y la llamaron, y le ofrecieron muchos y hermosísimos dones y las honras que ella quisiera entre los inmortales dioses; mas ninguno pudo persuadir la mente y el pensamiento de la que estaba irritada en su corazón y rechazaba obstinadamente las razones. Ella afirmaba que no subiría al perfumado Olimpo ni permitiría que saliesen frutos de la tierra hasta que con sus ojos viera a su hermosa hija.

Cuando esto supo Zeus, el tonante, el de amplias miradas, envió al Érebo a Hermes, el de la áurea varita, a quien llaman el Argicida pues dio muerte a ese monstruo del centenar de ojos, para que, exhortando a Hades con suaves palabras, sacara a la casta Perséfone de la oscuridad tenebrosa y la llevara a la luz, a los dioses, con el fin de que la madre la viera con sus ojos y depusiera la cólera.

No se rehusó Hermes, sino que al punto abandonó su trono en el Olimpo y bajó veloz a las profundidades de la tierra. Allí encontró dentro del palacio al rey Hades, sentado en un alto lecho, juntamente con su venerada esposa; y a ésta, muy contrariada por la soledad de su madre, que a lo lejos revolvía en su mente algo contrario a los intereses de los bienaventurados dioses. Y en llegando a su presencia, dijo el poderoso Argicida:

“¡Oh, Hades, de purpurina cabellera, que reinas sobre los muertos! El padre Zeus me ordena sacar del Érebo a la ínclita Perséfone y llevarla a la reunión de los dioses, con el fin de que, viéndola con sus ojos su madre, deponga la ira y la terrible cólera contra los inmortales. Porque ella maquina este grave propósito: destruir la débil raza de los terrígenas hombres, escondiendo la semilla dentro de la tierra y acabando así con los honores de los inmortales. Y, encendida en terrible cólera, no se junta con los dioses, sino que se sienta aparte, dentro de un perfumado templo, reinando en la rocosa ciudad de Eleusis.” Así dijo.

Sonrióse, moviendo las cejas, el rey de los infiernos, Aidoneo, y no desobedeció el mandato del soberano Zeus; pues en seguida dio esta orden a Perséfone, la reina de los milagros:

“Ve, Perséfone, con ánimo y corazón apacibles a encontrar a tu madre, de peplo púrpura oscuro, y no te acongojes en demasía. Hermano como soy de tu padre Zeus, no seré un esposo indigno de ti entre los inmortales. Y cuando tú te encuentres en su reino, serás señora de todas las plantas que se cultivan y de cuanto se mueve, y disfrutarás de las mayores honras entre los dioses. Y habrá siempre, todos los días, una pena perpetua para los perversos que no te hagan propicia mediante sacrificios, ofrendándotelos santamente y ofreciéndote los debidos presentes.” Díjole así.

Alegróse la prudente Perséfone y en seguida saltó de júbilo; mas él, atrayéndola a sí, le dio a comer dolosamente un dulce grano de granada, para que no se quedase por siempre allá, al lado de la venerada Deméter, la de peplo púrpura oscuro.

Acto seguido Aidoneo, que sobre muchos impera, enganchó los inmortales corceles a su carro de oro. Subió Perséfone al carro y junto a ella subió el Argicida poderoso, quien tomó en sus manos las riendas y el látigo y aguijó a los caballos hacia el exterior de la casa; y ellos volaron gozosos. Con gran rapidez recorrieron el largo camino; ni el mar, ni el agua de los ríos, ni los valles herbosos, ni las cumbres, contuvieron el ímpetu de los corceles inmortales; sino que éstos, pasando por sobre ellos, cortaban el denso aire mientras andaban.

Así Hermes, que los conducía, llegó hasta el sitio en donde residía Deméter, la de bella corona, y se detuvo delante del templo perfumado con incienso, y ésta, al advertirlo, salió corriendo como una ménade que baja por una montaña cubierta de bosque.

Perséfone, a su vez, en cuanto vio los bellos ojos de su madre, dejando el carro y los caballos, saltó, se puso a correr y echándose a su cuello la abrazó. Mas a Deméter, cuando aún tenía entre sus brazos a la hija amada, el corazón le presagió algún engaño y la hizo temblar horriblemente. Y, dejando de acariciar a su hija, la interrogó con estas presurosas palabras:

“¡Oh, hija! ¿Por ventura es cierto que estando abajo, no probaste ningún manjar? Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambas lo sepamos. Si así fuere, habiendo subido de junto al odioso Hades, morarás desde ahora conmigo y con mi padre Zeus, el hijo de Cronos, el de las oscuras nubes, honrada por todos los inmortales. Pero si no, volarás de nuevo a las profundidades de la tierra y habitarás allí la tercera parte de las estaciones del año, y las otras dos conmigo y con los demás inmortales. Cuando la tierra brote sus olorosas flores primaverales de todo género, ascenderás nuevamente de la oscuridad tenebrosa, como un prodigio para los dioses y los mortales hombres… [laguna] … mas ¿con qué fraude te engañó el poderoso Polidegmón?”

Respondió a su vez la hermosísima Perséfone:

“Pues yo te diré, madre, toda la verdad. Cuando se me presentó el benéfico Hermes, heraldo veloz, de parte del padre Zeus, hijo de Cronos, y de los demás dioses celestiales, para sacarme del Érebo, con el fin de que, viéndome con tus ojos, pusieras término a tu ira y a tu terrible cólera, en seguida salté de júbilo; mas Hades me hizo tragar misteriosamente un grano de granada, dulce alimento, y contra mi voluntad y a la fuerza me obligó a gustarlo."
”Diré ahora cómo, habiéndome raptado por oculto designio de mi padre Zeus, el hijo de Cronos, fue a llevarme a las profundidades de la tierra; y te lo referiré todo, conforme lo pides."
”Todas nosotras, Leucipe, Feno, Electra, Yante, Melita, Yaque, Rodia, Calirroe, Melóbosis, Tique, Ocírroe de cutis de rosa, Criseida, Yanira, Acaste, Admeta, Ródope, Pluto, la deseable Calipso, Estix, Urania, Galaxaura amable, Palas que aviva el combate, y Ártemis que se complace en las flechas, todas jugábamos en el amable prado y cogíamos con nuestras manos agradables flores, mezclando el tierno azafrán, las espadillas y el jacinto, los capullos de rosa y los lirios, ¡encanto de la vista!, y aquel narciso que produjo la vasta Tierra, una joya del color del azafrán. Y mientras yo lo cogía con alborozo, abrióse la tierra y de ella salió el poderoso rey Polidegmón y me arrebató consigo en su carro de oro, muy contrariada, dentro de la tierra; y yo clamaba con todas mis fuerzas. Aunque estas cosas que te cuento me angustian, todas son verdaderas.”

Así entonces, dotadas una y otra de iguales sentimientos, alegraban durante todo el día su corazón y su ánimo, abrazándose con ternura; y su espíritu descansaba de los pesares. Ambas, pues, se causaban y recibían mutuos gozos.

Acercóseles Hécate, la de luciente diadema, y abrazó muchas veces a la hija de la casta Deméter, cuya servidora y compañera fue de allí en adelante.

Entonces el tonante Zeus, de amplias miradas, les envió allá como mensajera a Rea, la de hermosos cabellos, para que llevara a la reunión de los dioses a Deméter, la de peplo púrpura oscuro; y prometió darle las honras que ella quisiera entre los inmortales dioses, y asintió con la cabeza a que, en el transcurso del año, su hija pasara un tercio del tiempo en la oscuridad tenebrosa y los otros dos con su madre y los demás inmortales. Así lo comunicó a Rea, y la diosa no desobedeció el mandato de Zeus. Lanzóse veloz desde las cimas del Olimpo y llegó a Rarios, campiña que anteriormente había sido ubre fecunda de la tierra y que entonces no era fértil, pues se hallaba inactiva y sin hojas, y escondía la blanquecina cebada por decisión de Deméter, la de hermosos tobillos. Mas pronto habría de florecer repentinamente en vigorosas espigas al entrar la primavera, y erizarse de fértiles tallos los surcos de su suelo y éstos ser atados en manojos. Allí fue donde primero descendió Rea desde el éter estéril. Viéronse las diosas y se regocijaron en su corazón. Y Rea, la de luciente diadema, dijo así a Deméter:

“¡Ven acá, hija! Te llama el tonante Zeus, de amplias miradas, para que vayas a las familias de las deidades; prometió darte las honras que quisieras entre los inmortales dioses, y asintió con la cabeza a que, en el transcurso del año, tu hija pase un tercio del tiempo en la oscuridad tenebrosa y los otros dos contigo y con los demás inmortales. Así dijo que se cumpliría y lo ratificó con un movimiento de su cabeza. Mas ve, hija mía, y obedece. No te irrites demasiada e incesantemente contra el hijo de Cronos, el de las sombrías nubes, y haz que crezcan rápidamente los frutos de que viven los hombres.”
Así dijo; y no desobedeció Deméter, la de bella corona, que en seguida hizo salir fruto de los fértiles campos. Toda la ancha tierra se cargó de hojas y flores.

Entonces la diosa fue a mostrar a los reyes que administran justicia, o sea a Triptólemo y a Diocles, domador de caballos, al fuerte Eumolpo y a Celeo, caudillo de pueblos, el ministerio de las ceremonias sagradas, y les enseñó sus misterios: santas ceremonias que no es lícito descuidar ni escudriñar por curiosidad ni revelar, pues la gran reverencia debida a los dioses enmudece la voz.

Dichoso, entre los hombres terrestres, el que los ha contemplado; pues el no iniciado en estos misterios, el que de ellos no participa, jamás gozará de igual suerte que aquél cuando, después de la muerte, descienda a la oscuridad tenebrosa.

Y después de que ordenó todo la más venerable de las diosas, ambas subieron al Olimpo, a la reunión de los demás dioses. Allí moran, augustas y venerables, junto a Zeus que se complace en el rayo.

¡Felicísimo aquel de los varones terrenales a quien ellas se dignan amar! Porque a ése al punto le envían como huésped constante a Pluto, el que reparte las riquezas a los mortales.

Mas, ¡ea!, ¡tú que posees el pueblo de Eleusis, perfumado por el incienso, y Paros, cercada por las olas, y la rocosa Antrón!; ¡oh venerable que nos haces espléndidos dones y nos traes los frutos a su tiempo, soberana Deméter!; ¡tú y tu hija, la hermosísima Perséfone!, ¡dadme benévolas una vida agradable como recompensa de este canto!.
Y yo volveré a acordarme de ti en otro canto.

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