Somos algo responsables del encono o
aversión de algunas otras personas. La hostilidad activa o pasiva de los demás
representa, a menudo, el reflejo de nuestros defectos. Peligroso es proclamar
verdades amargas, pero ¿estamos bien seguros de que, dulcificadas con bondadosa
indulgencia, no habrían sido mejor toleradas y acaso agradecidas? ¿Hemos
disimulado contrariedades y displicencias en momentos que pedían comprensión, simpatía
y cordialidad? ¿No habremos regateado algún elogio merecido? ¿Hemos cumplido
diligentes con los deberes de la cortesía? ¿Estamos seguros de haber acudido
solícitos y generosos al hogar de compañeros contristados o abatidos por
desgracias de familia, o reveses de fortuna? ¡Son tantas las faltas imputables
al carácter, la pereza, al mal humor o la excesiva absorción en el trabajo
obsesionante!...Ellas explican o excusan antipatías y enemistades.
Hay un fondo de razón en quienes
afirman que los viejos son incomprendidos por los jóvenes. Es que vivimos en
capas sociales diferentes, y adoptamos actitudes contrapuestas. Como
atravesamos fases evolutivas diferentes, la diversa arquitectura cerebral
estorba la mutua intelección. Les hablan de una cosa absurda e inútil: la
experiencia. Pero no exageremos, muchas son las excepciones. Todos, además,
conocemos jóvenes mentalmente viejos y ancianos seductoramente jóvenes.
(Santiago Ramón y
Cajal, Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1906, texto parcial escrito en
1934)
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