domingo, 29 de junio de 2014

La crisis y la situación social de los valores éticos.





La moralidad es, ni más ni menos, que la preferencia justa en cada circunstancia o situación.
Antes de la vigencia de la economía como ciencia, y también después, valor es la cualidad para acometer grandes empresas, o sea la virtud de la magnanimidad, y para arrostrar sin miedo los peligros, o sea la valentía. El valor, en esta acepción, no está en las cosas sino en las personas, en la vida, y es la vida misma en su plenitud: magnanimidad, generosidad, entusiasmo, quehacer, el valor vital por excelencia, por encima de los valores económicos.
Valor, magnanimidad, valentía, cuyos opuestos son la pusilanimidad, la cobardía ante la vida, y también la indiferencia, el conformismo, la inercia vital, y en la acepción corriente hoy de la palabra, la desmoralización, el encontrarse bajo de moral o en baja forma moral, desde el punto de vista de la empresa colectiva.
La vida humana, individual y colectiva, es quehacer, porque no se nos da hecha sino que tenemos que hacérnosla nosotros. “De facto”, ¿es posible, se vive como posible hoy el quehacer de la vida colectiva? ¿Somos de verdad nosotros quienes hacemos nuestra vida? La crisis consiste, por de pronto, en esa desmoralización al sentir que sin otros, peor aún, nadie con rostro identificable, quienes hacen y deciden nuestra vida colectiva, nos la hacen o, cuando menos o nos dejan hacérnosla por nosotros mismos. ¿Quién se siente que nos la hace o nos impide hacérnosla? La sociedad, en tanto que institución y poder institucional. Piénsese en esa forma de desmoralización política que consiste en la pérdida de todo “ethos” revolucionario, de toda o casi toda pérdida de confianza y esperanza en el cambio liberador.
Represión, la ha habido siempre, sin duda. Pero hoy se empieza a aceptar como ineluctable, se empieza a no luchar contra ella, a dar por perdida la batalla de antemano, y en eso justamente es en lo que consiste la desmoralización. La crisis actual de valores consiste pues, por de pronto, en la desmoralización, en la pérdida de confianza en la empresa del quehacer colectivo, que trasciende el personal de cada uno de nosotros.
Todo el “ethos” de la modernidad reposa sobre la moral del trabajo y de su fruto, la producción. Pero en el tránsito de la economía de producción a la economía de consumo, el trabajo pierde toda trascendencia. Hoy, el trabajo necesita ser interesante, pues ha perdido su valor en sí mismo, no se vive la laboriosidad apenas como virtud, y ni siquiera se confía en su valor económico de rendimiento, que se ha desplazado al negocio. Lo único que se valora, por razones puramente de economía de subsistencia, es el puesto de trabajo. Antes hemos visto la crisis de los valores expresada en la desmoralización en cuanto al valor vital y moral del quehacer colectivo. Ahora la vemos reflejada en la crisis profesional y moral del trabajo y la vocación.
¿Dónde poner el sentido de la vida? Al  no estar ya nuestra época, desde el punto de vista económico, enfrentada centralmente con el problema de la producción, sino con el del consumo, es explicable que al activismo del trabajar y producir como finalidad de la vida haya sucedido la pasividad del consumir y el “vacar”, vacación versus vocación, y desde el punto de vista social, la representación de la imagen que de uno mismo se proyecta ante los demás  y ante sí mismo, el verse con los ojos de los otros. Estos son el bien supremo bajo el que se presentan hoy, respectivamente, las riquezas, el placer y los honores de los que hablaban los viejos manuales de ética, como de aquellos bienes en los que se puede poner, erróneamente, la felicidad.
La crisis de las religiones parece indudable. Pero a la vez se está dando lo que en múltiples ocasiones he llamado el “reencantamiento del mundo”, la devolución a éste de su dimensión mistérica, y en general la proliferación de toda suerte de religiones, esoterismos y supersticiones. A su lado puede ponerse el auge del pensamiento utópico y de la razón utópica.
¿Hay una crisis de esperanza en el mundo actual? Sin duda que sí. En definitiva, todo lo que anteriormente se ha dicho sobre la desmoralización y la carencia de confianza en un proyecto vital de quehacer no es sino crisis de la esperanza. Antes se aspiraba, de uno u otro modo, a sobrevivir. Hoy nos conformamos con que no ocurra la catástrofe o, cuando menos, que sus “efectos colaterales no pretendidos” no nos alcancen.
Se comprende, por tanto, que una época como la actual, de crisis de las religiones y cosmovisiones dogmáticamente, monolíticamente impuestas, haya acarreado la crisis de la moral. Y como consecuencia de ello se produce un repliegue ético.
Desaparecida, pues, la antigua unicidad del código o contenido moral, que venía derivada de la vigencia social de una cosmovisión única, generalmente religiosa, la condición insoslayable, en esto como en tantas otras cosas, es el pluralismo como concepto y como praxis morales. Pero, ¿cómo es posible la convivencia en el seno de una sociedad de moral plural, de pluralismo moral? Es el tema de la ética cívica. Ética cívica, civil o laica es la propia de una sociedad civil ética. En ella el acuerdo moral sólo puede proceder del consenso racional y libre, de la sustitución de cualquier clase de imposición, de cualquier clase de violencia, no sólo la violencia física, por el lenguaje y el diálogo. ¿Cuál es el supuesto de esta actitud moral dialógica o dialogal? No ciertamente la tolerancia, la condescendencia o la transigencia, que son demasiado poco. En el plano de la moral cívica no se trata de nada de eso. Su punto de partida es el respeto al valor moral de la persona, a la dignidad del otro.
La situación ideal de diálogo llevaría, sin más, a la coincidencia. Pero esa realidad no está realmente “situada”, no se da en la realidad, y por tanto no puede fundarse sobre ella ningún consenso. Sí, en cambio, sobre el reconocimiento de que, salvo la buena voluntad, en este mundo no hay nada bueno sin limitación y de que, por consiguiente, toda afirmación moral es bifronte, bivalente, ambivalente, es afirmación, cuando menos parcial, de un algo que no es todo, de una luz que va acompañada de su propia sombra. Es lo que el punto de vista de otro aporta y lo que me debe “afectar”. Respeto moral al otro, por el valor en sí de su dignidad personal, pero respeto intelectual también, por la aportación moral que su punto de vista puede suponer.
Existe una correspondencia entre la moral cívica en el plano de la sociedad civil y la democracia como moral en el plano de la sociedad política democrática. Y aunque se dé separación de razón, no hay separación real entre uno y otro plano. En la realidad no hay solución de continuidad entre la autoridad moral y la autoridad política democráticamente legitimada, entre la coerción sociomoral y la coerción política democráticamente institucionalizada. Ninguna sociedad está, en la realidad, plena y actualmente  abierta, sólo está, en el mejor de los casos, potencialmente, disponiblemente abierta.
¿Pero hoy qué? ¿Cuál es la situación actual de los valores éticos de voluntad de cambio y progreso moral? La crisis actual de los valores éticos es, primariamente, una crisis consistente en desmoralización. La doble dimensión conceptual de este término, como falta de confianza vital en el quehacer personal y comunitario de la existencia, y también como confusión intelectual ante la perturbadora ruptura de la anterior  unicidad del código moral. Es decir, perplejidad, tendencia al relativismo y desmoralización, ahora ético-teórica, a la vista de la contradicción entre las diferentes morales como contenido. Faltan a nuestra época, a la vez, el impulso vital reformador y el espíritu crítico de examen y contraste de las diferentes valoraciones establecidas.
Esta situación mueve a trasladar el acento desde los grandes principios de la ética, a lo que atañe directamente a la vida y obra de cada día, a la supervivencia, aquí y ahora, a lo que inmediatamente se ha de hacer u omitir.
La actualidad, la época de los llamados “movimientos”, en los que no se milita como en los partidos políticos, y a los que simplemente la gente se incorpora. Época ya no de revolución, pero sí de remoralización, es decir, de recuperación de la actitud moral y de confianza, frente a la violencia y la agresión, en el lenguaje y la razón para la resolución de los conflictos a través de la comprensión del punto de vista del otro, en el diálogo, y del establecimiento de una sociedad de auténtica comunicación moral y no simplemente material.
J.L. López-Aranguren, 1984
 
 

lunes, 23 de junio de 2014

Sobre el abuso del lenguaje, con una nota acerca de los precedentes en filosofía y ciencia.





Además de la imperfección natural del lenguaje y la oscuridad y confusión que tanto cuesta evitar en el uso de las palabras, las personas cometen errores voluntarios y descuidos al comunicarse.
El primero y más palpable abuso de este tipo es usar palabras carentes de ideas claras y distintas, o peor aún, signos que no significan nada. En todos los idiomas existen ciertas palabras que cuando se las examina, demuestran no significar ninguna idea clara y distinta, ni respecto a su origen ni a su uso apropiado.
Hay otros que llevan el abuso aún más lejos: como no se cuidan de no utilizar palabras que apenas se refieren a ninguna idea clara y distinta, usan de manera familiar, con imperdonable negligencia, palabras que en el lenguaje apropiado se asocian a ideas muy importantes, sin darles ningún significado diferenciado. Son palabras frecuentes en boca de las personas, pero si a muchos de quienes las usan se les preguntara qué significan con ellas se quedarían tiesos y no sabrían qué contestar: clara prueba de que, aunque han aprendido las palabras y las tienen siempre en los labios, no hay en sus mentes ninguna idea determinada que quieran comunicar con ellas a los demás.
Aunque la gente se las arregla en las circunstancias normales de la vida cuando quiere hacerse entender, cuando se pone a razonar sobre sus principios o intereses, llena palmariamente su discurso con una jerigonza vacía, en especial en lo relativo  a las cuestiones morales, donde la mayoría de las palabras no coexisten regular ni permanentemente en la naturaleza, son con frecuencia puros sonidos, o evocan nociones muy oscuras e inciertas asociadas a ellas.
La gente adopta las palabras que oye a sus vecinos, y para no parecer ignorante de lo que estas significan, las emplea a sus anchas, sin romperse la cabeza en pos del sentido exacto. Además de comodidad, obtiene de este modo una ventaja: pese a que en su discurso rara vez tiene razón, rara vez puede probarse que se equivoca.
Otro abuso del lenguaje es la oscuridad afectada. La palabrería docta ha prevalecid en los últimos tiempos, por obra e interés de quienes no hallaron mejor manera de obtener autoridad y poder que entretener a las personas de negocios y a los ignorantes con palabras difíciles, o enredar a los ingeniosos y ociosos en disputas intrincadas acerca de términos ininteligibles, y tenerlos siempre desorientados en ese laberinto infinito.
Sería bueno para la humanidad, cuyo interés es conocer las cosas como son y hacer lo debido, no empeñar la vida en habladurías y juegos de palabras, que el uso de las palabras fuera llano y directo, y que no se empleara el lenguaje, que puede aumentar el conocimiento y cementar el vínculo social, para oscurecer la verdad y desestabilizar los derechos de la gente.
Otro gran abuso de las palabras es tomarlas por cosas. Los nombres tomados por las cosas pueden confundir el entendimiento. Pero cualquiera que sea el inconveniente que se sigue de esta confusión de palabras, estoy seguro de que por el uso constante y familiar, estas inspiran nociones muy alejadas de la verdad de las cosas. Como las palabras a las que se han habituado las personas desde hace mucho tiempo están grabadas en sus mentes, no es extraño que no puedan deshacerse de las nociones erróneas que se asocian con ellas.
Otro abuso de las palabras, más general aunque quizás menos observado, estriba en que las personas, al asociarlas a ciertas ideas durante un uso continuo y familiar, tienden a imaginar que existe una conexión tan estrecha y necesaria entre los nombres y el significado que les dan que se precipitan a suponer que uno no puede sino entender lo que ellas quieren decir, y por tanto, debe aceptar las palabras pronunciadas como si estuviera fuera de toda duda que, en el uso de esos sonidos comunes, el hablante y el oyente han de tener las mismas precisas ideas. Por ello suponen que al usar un término en conversación exponen, por así decirlo, la cosa de la que hablan delante de los demás. Y como igualmente creen que las palabras ajenas significan por naturaleza justo aquello a lo que ellos mismos están acostumbrados a aplicarlas, nunca se molestan en explicar las propias o entender con claridad los significados de los demás.
Las personas toman las palabras como las marcas constantes y regulares de nociones aceptadas, cuando en verdad no son sino los signos voluntarios e inestables de sus propias ideas, Y sin embargo a las personas les resulta extraño que se les pregunte el significado de sus términos.
Para concluir estas consideraciones sobre la imperfección y el abuso del lenguaje, diré que los fines del lenguaje, cuando conversamos con los demás, son principalmente tres: dar a conocer una persona a otra sus ideas, hacerlo con tanta facilidad y rapidez como sea posible, y transmitir así el conocimiento de las cosas. No se produce el conocimiento de las cosas transmitidas por las palabras cuando las ideas no concuerdan con la realidad de las cosas. Aunque sea un defecto que se origina en nuestras ideas se extiende también a nuestras palabras, cuando las usamos como signos de entes reales que nunca han tenido realidad o existencia alguna.
Como en el mundo el ingenio y la fantasía se disfrutan más que la dura verdad y el conocimiento real, las expresiones figuradas y las alusiones rara vez se tendrán por imperfección y abuso del lenguaje. Sin embargo, si queremos hablar de las cosas tal como son, todas las aplicaciones artificiosas y figuradas de las palabras que ha inventado la elocuencia no sirven sino para sugerir ideas incorrectas, agitar las pasiones y confundir el juicio, siendo pues una trampa.
John Locke (1632-1704)
 
Nota:
Parece bastante evidente la influencia que tuvieron las ideas de Locke (1632-1704) acerca de las palabras y el lenguaje en la muy posterior Filosofía del Lenguaje de Wittgenstein (1889-1951). Nadie parte de cero, y la parte que falta por desarrollar en cualquier teoría siempre suele ser la más importante. Los gigantes se suben a hombros de otros gigantes, y eso es bueno para el avance del conocimiento humano.
Por ejemplo, Poincaré (1854-1912) ya había tratado sobre la relatividad antes que Einstein (1879-1955), si bien no llegó a postular la constancia de la velocidad de la luz respecto a cualquier sistema de referencia, la equivalencia entre masa y energía, etc. Es imposible que Einstein no conociese el trabajo de Poincaré y es claro que el mérito de la Teoría de la Relatividad Restringida y Generalizada es de Einstein.
Pero Einstein no mencionó ni citó a Poincaré nunca para nada en absoluto. Y creo que Wittgenstein tampoco a Locke. La vanidad es también cosa de genios.
 
 

domingo, 1 de junio de 2014

Las sociedades y los sentimientos.





Los estilos afectivos sociales condicionan la vida de las personas. Las sociedades pueden degenerarse si se encierran en la autocomplacencia y carecen de tres sentimientos básicos:

-          Compasión: compadecer es sentirse afectado por el dolor de los demás y es la base del comportamiento moral. Cada vez que se dice “no quiero compasión sino justicia” se está olvidando que ha sido precisamente la compasión la que ha abierto el camino a la justicia.
 
-          Respeto: es el sentimiento adecuado ante lo valioso y produce acciones de cuidado, protección y ayuda, captando y apreciando la dignidad del ser humano. Cuando desaparece se cae en la trivialización y la tiranía del “qué más da”.

-          Admiración: es la valoración de la excelencia. El igualitarismo mal entendido nos impide apreciar a los demás. No es lo mismo la persona que ayuda a los demás que la persona que les hace sufrir. La ausencia de admiración es una carencia afectiva.
(Basado en J.A. Marina, La inteligencia fracasada, Capítulo VII, punto 5.)