jueves, 22 de mayo de 2014

La paradójica contradicción entre el poder y la seguridad.



 

El poder, como reza la conocida frase, es malo; por tanto, renuncio al poder, no del todo, pero sí hasta donde me es posible. Un amigo me protege. Es poderoso, y por tanto es malo.  Por eso le desprecio, le odio y, sin embargo, tengo que tenderle la mano. Soy débil, porque quiero ser bueno, por eso mi amigo malo tiene poder sobre mí. Condeno lo que él hace como poderoso, pero tiemblo ante la posibilidad de que se derrumbe. Porque si se derrumba mi protector, como sería justo, porque es malo, caeré yo también, que soy bueno.

(Peter Schmid)
 
 

En el mundo actual hay un debate abierto acerca de si la globalización es compatible con la justicia, o si el estado del bienestar es compatible con la eficacia económica. Muchos pensadores liberales de la última hornada consideran que el sistema de derechos humanos es contradictorio porque para implantarse exige un Estado intervencionista y poderoso, que era precisamente de lo que quería librarnos el sistema de derechos humanos. Es fácil ver lo que arriesgamos en estos debates.
(J.A. Marina)
 
 

lunes, 19 de mayo de 2014

Reflexiones en torno a la Naturaleza Humana: Tras Camus y Wittgenstein.





En la lectura de “La Peste” de Camus, Orán (Argelia) y sus habitantes se nos presentan como prototipo del ser humano actual.
Comienza la narración con la descripción de la vida, más bien banal, de dicha ciudad: trabajo, negocios, dinero, diversiones y rutina. Las principales actividades cotidianas se centra en el “ganar y gastar”, con trabajos, placeres y “vicios normales”, es decir, intrascendentes. Literalmente: nada trascendente. Como suele ocurrir en grandes periodos de las vidas de todos nosotros los humanos.
Un mundo para personas sanas, vidas activas, útiles y productivas, donde el enfermo está muy sólo y morir es algo incómodo. Sin tiempo para la reflexión se vive y se ama, o se odia, sin enterarse.
La narración nos va llevando desde la vulgar rutina hasta el gran acontecimiento, pasando por la sospecha y el incidente fuera de lo normal, progresivamente.
Se nos cuenta algo que es una crónica, no una historia, y carece de interpretación en el propio texto: es el lector quien debe de dar sentido a la narración, de otro modo el azar es la clave de todo lo que ocurre.
Con las ratas que empiezan a morir empieza un proceso de transformación variopinto, que pasa de lo interesante a lo anormal, a lo molesto, a lo preocupante. El asombro acaba siendo certeza, el miedo induce a la reflexión, pero la peste no es aún reconocida ni aceptada.
El médico se nos presenta como una persona algo cansada del mundo, con gusto hacia sus semejantes y que rechaza la injusticia y las concesiones. Por otro lado, aunque ama a su esposa enferma, no parece dedicarle demasiado tiempo, entre otras cosas porque no lo tiene. (Pena, porque luego ya no le verá más…como les ocurre a tantas otras personas).
En un momento me ha parecido un relato “evidente”, ya que en 1947, año de la edición del libro, la 2ª guerra mundial, el nazismo, etc. eran sucesos recientes y su identificación con la peste puede parecer engañosamente fácil, pero la interpretación reflexiva del libro da para más: es la vida humana, y la muerte humana, lo que se refleja en el relato.
Las reacciones individuales evolucionan hacia las colectivas, y a los seres humanos que se creen libres, la peste, o sea la muerte, les pone frente a su radical falta de libertad, ante el azar, o ante la fe (si la tienen), pero sobre todo ante la necesidad de elegir entre el “descuido” individual y la solidaridad.
Cuando el gobernador de Argelia ordena al prefecto de Orán: “Declare el estado de peste. Cierre la ciudad.”, todo cambia para todos.
A partir de entonces todos están afectados por los hechos, de una u otra manera. Se producen separaciones vitales, algunas para siempre. Los caracteres y comportamientos cambian ante la separación y su aspecto más definitivo: la muerte.
Se produce un sentimiento de exilio, de prisioneros, con un pasado pero sin un futuro, y en el que la imaginación produce heridas. Es la vida humana: aceptando arraigarse en la tierra de su dolor, se les produce alivio. A los presos y exiliados la memoria les produce sufrimiento. Así que, impacientes con su presente, enemigos de su pasado que recuerdan sufriendo, y privados de su futuro, pasan a vivir al día: el poder del ahora. Sin esperar ayuda del vecino, solos con su preocupación. Confiar sentimientos hiere si la respuesta no existe o no es adecuada. 
Así que no hablan de temas profundos, sino de temas cotidianos, diversos, banales. La conversación se vuelve interior y el pensamiento de la muerte les lleva al silencio. La peste y la muerte les han conducido del egoísmo a la separación eterna. Y sólo la desesperación les salva del pánico.
Pero claro está, al principio no asumen la realidad, continúan con sus preocupaciones personales y culpan de sus molestias a la administración pública, queriendo creer que la inquietud existente es algo pasajero.
Se producen transformaciones graduales en su entorno cotidiano y la situación, anormal pero aún no duradera, modifica sus sentimientos personales. La razón de ello es la evidencia de que lo ocurrido afecta a todos sin excepción, como la muerte misma, y la piedad es inútil porque no lo evita, lo cual les vuelve indiferentes.
Peste, guerra, o muerte es lo mismo: la felicidad personal es una abstracción general frente a la realidad y la verdad. Me recuerda al individualismo moderno. La “peste” nos visita y nos molesta, pero queremos librarnos nosotros y nuestras familias, el resto no es asunto nuestro, basta con esperar sin cambiar de vida. Es ilusorio. Objetivamente, en su estado de ánimo están asustados, pero no aún desesperados. Vuelven a lo esencial: tienen miedo y quieren escapar, pero no pueden.
Mi reflexión es que ante la muerte que nos iguala a todos, todos los humanos seguimos las mismas fases: incredulidad, enfado, negociación, escape interior individual, depresión, y finalmente, aceptación. El resto es autoengaño.
No hay risa ni placer ante la muerte. Sólo serenidad, en el mejor de los casos. Y eso nos humaniza. La pena de muerte no se justifica ni ante los hombres ni ante Dios. La fe es otra cosa: se tiene o no. Pero el orden del mundo está regido por la muerte, así que la desgracia nos engrandece o nos empequeñece. El mal y la muerte nos obligan a elegir, con fe o sin ella, entre la bondad y la maldad, entre la ignorancia y la lucidez.
Reaccionar ante la peste no tiene mérito, es cosa de todos, no hay elección es un hecho, una condena. Si hay peste, y siempre la hay de alguna clase, se debe combatir, y evitar en lo posible la separación definitiva de los seres queridos.
Los buenos sentimientos de por sí, la felicidad individual o el heroísmo, no sirven. La solidaridad lejana tampoco sirve, hay que vivir y morir juntos, no hay otra solución. Las circunstancias extremas hacen aflorar lo mejor y lo peor de las personas y de cada persona.
La desgracia se transforma en monotonía, que produce en nosotros cambios fisiológicos, psicológicos y sociológicos. Nos hace funcionar y vivir  en un horizonte corto, en el que las emociones se intensifican y se aflojan, se altera el comportamiento y surge el agotamiento, que anestesia y adormece, pero atenúa el dolor.
La actividad útil es la que ayuda. Un médico trabaja en una vacuna adaptada al caso concreto. Otro médico asiste a los enfermos y organiza la asistencia a los mismos. Muchos ciudadanos colaboran en la ayuda. Alguien deja de querer huir y se queda para ayudar, porque le da vergüenza librarse y no podría luego ser feliz.
El sufrimiento de inocentes no tiene explicación justificativa, porque no existe. El primer sermón del jesuita es brutal, remite al castigo divino como causa de la desgracia. Su segundo sermón remite a la fe para aceptar lo que ocurre, remite a la religión para resolver lo que no puede explicar la razón. Pero la justificación de lo que ocurre da igual, lo que importa es la acción de ayuda útil, y en ese sentido el jesuita ayuda y muere en primera línea. Es cuanto se puede dar y pedir.
La desgracia produce escasez, y el mal reparto de lo disponible produce quejas y rebelión. Aparecen los problemas sociales, y los marginados por el bien común, aunque sea en algo tan razonable como los recintos de cuarentena.
Todos debemos afrontar la vida y la muerte, pero aparecen diferentes actitudes personales. En la vida hay plagas y víctimas, y el mundo se transforma en un lugar de competencia, de lucha por “quién puede más”. La postura ética es la de elegir contra las plagas, a favor de las víctimas. El humanista está contra la pena de muerte, cree que la simpatía produce paz. El médico está con los vencidos, no quiere ni héroes ni santos, trabaja con seres humanos. Las fiestas solitarias son vergonzosas y la esperanza se obstina en vivir sin abandonarse. Un mundo insolidario es un mundo muerto: la felicidad tiene rostro humano y ternura en el corazón.
El proceso de la peste en la narración replica el proceso de la vida humana, con diferentes fases, tipos y comportamientos. Las actividades son variopintas , desde el escepticismo hasta la euforia descontrolada. En la lucha de la peste y de la vida sólo nos queda el conocimiento y el recuerdo.
Finalmente, vuelve la esperanza, sin ella no hay vida, y la vida trae nuevas preocupaciones, las personas “niegan” el pasado. El ser humano procede siempre igual: amado, perdido, olvidado.
El cronista cree, y yo estoy de acuerdo, que no hay que ser de los que se callan, no hay que actuar con injusticia, y que el ser humano es más digno de admiración que de desprecio. Esto último a veces falla. Contra la peste y similares no hay victoria definitiva, por lo que hay que seguir siempre actuando como “médicos” ante la vida y la muerte, con una alegría siempre amenazada. Las ratas y la peste, es decir, el mal y la muerte, vuelven siempre algún día a algún sitio, y ello produce de nuevo desgracia, pero también enseñanza.
Así es la vida humana. Hace poco he tenido ocasión de escuchar a un profesor universitario de filosofía moral, o sea ética, y entre lo que dijo en su exposición hubo una frase que me llamó la atención: “Somos seres desajustados”. Efectivamente, tras pensarlo, creo que es así, y eso nos diferencia del resto de especies animales y nos hace humanos.
Los individuos de otras especies nacen, viven, y mueren perfectamente ajustados con el mundo. No cuestionan su propia naturaleza ni la del universo. Existen muy adaptados al aquí y ahora, y satisfacen sus necesidades en función de su propia naturaleza y la naturaleza de su entorno.
Los humanos, en cambio, somos seres raros, animales muy deficientes para sobrevivir en la naturaleza, que suplimos nuestros desajustes mediante la cultura, entendida como el modo en que un grupo humano afronta la vida y sobrevive.
Esto ha sido posible mediante la evolución cerebral, social y cultural de nuestra especie. Nuestro cerebro, con su plasticidad adaptativa, ha evolucionado incorporando lo necesario para la supervivencia de nuestra especie. Las otras especies también han hecho algo de esto.
Pero el ser humano es un ser cultural. Rellena el desajuste entre su ser y el mundo con la cultura. La cultura y la biología rigen nuestro comportamiento, y hacen que lo necesario para sobrevivir sea considerado como lo bueno, y lo peligroso para la supervivencia sea considerado como lo malo. En esto hay diferencias con las otras especies. Así nos adaptamos al entorno y al mundo. Evolucionamos y transformamos nuestro entorno, nuestras relaciones, y a nosotros mismos.
Pero nos desajustamos con el mundo y la naturaleza. Intentamos comprender el universo y comprendernos a nosotros mismos, pero siempre nos falta o sobra algo o alguien. Somos la única especie que presenta diferencias entre lo que piensa, lo que dice, y lo que hace. Eso se llama “disonancia cognitiva”, y cuando ocurre y nos produce malestar, normalmente cambiamos lo que pensamos, no lo que hacemos.
El mundo y la vida no se ajustan bien con nosotros. Estamos fuera de las tolerancias de holgura y apriete del ajuste entre nosotros y la naturaleza. Estamos desajustados con ella, con las otras especies, y con los otros individuos de nuestra propia especie. Y lo curioso es que la causa es nuestra propia humanidad. Nuestro cerebro posee plasticidad en sus conexiones neuronales, y crea realidades, símbolos e imágenes: otros mundos.
El cerebro nos permite sentir y razonar. No somos ni puramente racionales ni estrictamente emocionales. El lenguaje nos permite pensar, razonar y ser lógicos hasta el límite biológico impuesto por nuestra propia naturaleza. Pero nuestro cerebro crea conceptos más o menos mostrables, pero poco o nada demostrables.
Nuestra corporalidad, que incluye el cerebro, produce nuestra emocionalidad y nuestro lenguaje o pensamiento. Y la corporalidad, la emocionalidad y el lenguaje-pensamiento interaccionan entre sí. Y nos desajustamos del mundo, cuya realidad percibimos a nuestro modo y manera. O creamos otros conceptos que nos oprimen o nos liberan. Nos liamos entre lo real, lo simbólico y lo imaginario.
Y es precisamente la parte no objetiva del lenguaje humano la que nos humaniza. Los juicios de valor y otros conceptos subjetivos y abstractos constituyen la ética, como evolución de lo necesario o peligroso hacia lo bueno o lo malo. Igualmente con otras realidades no materiales pero típicamente humanas.
El lenguaje nos hace humanos, nos humaniza, crea la cultura y nos permite sobrevivir, pero nos hace hablar sin saber de lo que hablamos. Salvo en ciencia, y aún en ella con limitaciones, no podemos conocer de forma objetiva ni el mundo ni a nosotros mismos. Al pensar y hablar creamos y mostramos, pero no demostramos.
Y es precisamente lo inefable, como la conciencia, lo que nos humaniza. Pero esto es ya otro tema. Fue Wittgenstein quien, partiendo de la lógica matemática, analizó la filosofía del lenguaje y nos advirtió sobre los límites del lenguaje humano, y sus engañosas, pero reales, capacidades  descriptivas, analíticas y creativas.
Y en esos límites me quedo, porque: “De lo que no se puede hablar, es mejor callar.”
 
 

sábado, 17 de mayo de 2014

Alfonso VI y Cluny: la verdadera historia y sus consecuencias.





En el siglo XI, la relación de Alfonso VI de Castilla y León con la Abadía de Cluny fue tan continua y profunda que el espíritu de los cluniacenses impregnó su reinado y los reinos peninsulares. Se operó en ellos una influencia tan general y europea que no solo la religión, sino que también el arte, la economía y la política se “iluminaron” desde la abadía borgoñona. La réplica leonesa de Cluny  fue Sahagún. Hugo, el gran abad de Cluny, viajó a Burgos en el 1090 para hablar personalmente con Alfonso VI, entre otras cosas.
El largo reinado de Alfonso VI (1065 –1109) lanzó el Camino de Santiago y las Peregrinaciones a Compostela  a su cumbre. Durante su soberanía se iniciaron, y en parte concluyeron, las grandes obras románicas, que harán de Compostela una de las ciudades imprescindibles de Occidente. Fue también la hora de Gelmírez, el obispo que suscitó admiraciones  y envidias por sus variados protagonismos.
En el 1085, la España cristiana, y Europa, desbordaron de satisfacción, ya que en la primavera de ese año se consiguió algo esperado durante cuatro siglos, recuperar la ciudad que había simbolizado la fe cristiana y el imperio visigótico: Toledo. Pero en el año 1085, Toledo tenía ya otro aspecto que el del año 711, el de la invasión musulmana en la Península Ibérica.
La vida de Alfonso VI fue intensa, como lo fue su tiempo. De rey de León pasó al destierro, y de él volvió a los tronos de Castilla y Galicia. En Castilla se encontró con Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, versátil y diferente al pintado en el famoso poema épico que lleva su nombre. Hubo discrepancias y desvinculación entre ellos, pero ni qué decir tiene que el famoso Juramento en Santa Gadea de Burgos no tuvo lugar, es pura leyenda.  Pero ambos pasaron el trago de ver morir en combate a sus dos hijos varones: el Cid a su hijo Diego en la batalla de Alcira, y Alfonso VI a su hijo Sancho en la batalla de Uclés.  Alfonso VI era un hombre de estado y un estratega, el Cid fue un caballero mercenario y un señor independiente. La historia suele cometer injusticias, y la opinión popular es diversa y voluble.
Mientras tanto, se repoblaba por iniciativa regia el inmenso espacio entre el Duero y el Tajo, con ciudades y villas aforadas y provistas de concejos y milicias concejiles,  con pastores-ganaderos que también eran guerreros y caballeros, los caballeros serranos o villanos, jinetes vigorosos que fueron temibles enemigos para los almorávides y los almohades.  Una sociedad organizada para la guerra, en suma. Como en Sepúlveda, tal fue el caso de Segovia, Ávila, Salamanca, Plasencia, Ciudad Rodrigo, etc. Poblaciones de frontera, con fueros de frontera, concejos y milicias concejiles. El extremo del Duero, Extremadura histórica, se movía desde Soria hasta Portugal, pasando por Segovia, Ávila, Salamanca, y la actual Extremadura. Y la frontera bajó hasta el Tajo, con Toledo y sus poblaciones de la Transierra.
La relación entre el rey Alfonso VI y Cluny fue política y religiosa, pero también humana. El rey enviudó varias veces y se llegó a casar en 1079 con Constanza de Borgoña, sobrina de Hugo el Grande, abad de Cluny. Y se convirtió en el principal mecenas de la abadía de Cluny, la más grande de Occidente. La relación llegó a tal punto que incluso en los documentos del monasterio de Cluny aparece Alfonso VI con la misma categoría que los duques de Borgoña o los reyes de Francia.
Mientras, en Europa se iniciaban las Cruzadas, tenía lugar la lucha entre el Papado y el Imperio por las Investiduras, Gregorio VII impulsaba la liturgia romana,  su control y su poder, de la mano de Cluny.  Y nacen las Órdenes Militares, entre otras cosas.
Era la inflexión del Medievo, en pleno románico, en el siglo XI y el principio del XII.
El Cid no pintó gran cosa en todo esto, pero era popular, y surgió el mito, en la forma del cantar épico que lleva su nombre.  Alfonso VI quedó en la mente popular, hasta hoy día, como un monarca desagradecido y extranjerizante, en vez de como el buen estratega y gestor del cambio de la geopolítica hispana que realmente fue, incluidas reconquista y repoblación, así como la europeización religiosa y cultural medieval peninsular.
De la mano de Cluny, a donde envió dinero en cantidad, ya que los botines de las expediciones y guerras contra los musulmanes  en la península, y las parias o impuestos de las taifas, se lo permitían. Dicha confraternidad le ayudó espiritual y materialmente en sus cometidos y relaciones, tanto personales como políticas, y con el papa de Roma.
El verdadero y mayormente anónimo protagonismo correspondió a los individuos y las gentes a quienes tocó vivir en tales tiempos y lugares, repoblando, trabajando y guerreando.
En otro orden de cosas, si bien Enrique de Borgoña y Teresa, yerno e hija de Alfonso VI, fueron reyes de Portugal, en Castilla y León lo fue el hijo de Raimundo de Borgoña y Urraca, también yerno e hija de Alfonso VI  (el primo y la hermana de los antes citados respectivamente), nieto de Alfonso VI:  Alfonso VII el Emperador. Hasta el año 1157 en que murió, mediado el siglo XII,  siglo que en Europa fue el de la caballería, el amor cortés, las Cruzadas y las Órdenes Militares.
Ya a principios del siglo XIII, con Alfonso VIII de Castilla, y tras la derrota de Alarcos a finales del siglo XII, tuvo lugar la famosa y victoriosa batalla de las Navas de Tolosa en el año 1212. En aquella ocasión, en el centro del campo de batalla estuvieron las huestes castellanas y las Órdenes Militares, con Alfonso VIII y el arzobispo de Toledo, el navarro Rodrigo Jiménez de Rada, a la cabeza. En una de las alas, el rey de Aragón con sus huestes, y algunos caballeros ultrapirenaicos. Y en la otra de las alas, el rey Sancho el Fuerte de Navarra, con doscientos de sus caballeros, y las milicias concejiles de Ávila, Segovia y Medina del Campo, repobladas por Alfonso VI hacía poco más de un siglo, con potente y experta caballería, como era normal en concejos de frontera que habían combatido con frecuencia como temibles enemigos  contra almorávides y almohades.
A las Navas de Tolosa no acudió el rey de León, Alfonso IX de León, de la casa de Borgoña, y reñido con su primo el castellano. Durante una época, ambas coronas, Castilla y León, se volvieron a separar, para luego volverse a unir definitivamente, según se menciona luego. De todos modos, el rey de León repobló por su cuenta Cáceres, Mérida y Badajoz. También fundó y otorgó Carta de Población a La Coruña en 1208. Pactó con los almohades, por lo que fue excomulgado por el papa Celestino III, con carácter de cruzada contra él. Fundó en Salamanca los Estudios Generales en 1218, sucesores de los de Palencia de 1208, y origen de la Universidad de Salamanca, primera en Europa con ese título, con Alfonso X el Sabio en 1254.
Las coronas de Castilla y León se volvieron a unir en la persona de Fernando III el Santo, conquistador de Sevilla en el siglo XIII, y padre de Alfonso X el Sabio.
Por otro lado, en 1213 tuvo lugar en una llanura de la localidad occitana de Muret, a unos doce kilómetros al sur de Toulouse, la batalla decisiva de la llamada cruzada contra los albigenses o cátaros, cruzada religiosa que en realidad fue otra masacre brutal con fines políticos. No fue la primera, ni sería la última, lamentablemente. [] La contienda enfrentó a Pedro II de Aragón, con sus vasallos y sus aliados, entre los que se encontraban Raimundo de Tolosa, Bernardo de Cominges y Raimundo Roger de Foix, contra las tropas cruzadas y las de Felipe II de Francia lideradas por Simon de Montfort. []El triunfo correspondió a las fuerzas de Simón de Montfort, el cual se convirtió, como consecuencia de su victoria, en duque de Narbona, conde de Tolosa, vizconde de Béziers y vizconde de Carcasona. Las tropas aragonesas y occitanas sufrieron unas pérdidas de 15.000 a 20.000 hombres, y Pedro II de Aragón murió en la batalla. Su hijo de cinco años, el futuro rey Jaime I de Aragón, el Conquistador, que estaba bajo custodia de Simón de Montfort, con cuya hija se había concertado un matrimonio futuro en un intento para resolver el conflicto,[ ]debió permanecer un año como rehén hasta que, por orden del papa Inocencio III, Montfort lo entregó a los templarios. Esto marcó el inicio de la dominación de los reyes franceses sobre Occitania. La Langue d´Oil se imponía sobre la Langue d´Oc, entre otras cosas. Fue también el fin de la expansión aragonesa en esa zona. Antes de la batalla, Pedro II de Aragón había conseguido el vasallazgo del condado de Tolosa, de Foix y de Cominges. Tras su derrota y muerte, su hijo y heredero Jaime I tan sólo conservó el señorío de Montpellier por herencia de su madre, María de Montpellier. A partir de esta fecha, la expansión aragonesa se dirigió hacia Valencia y las Islas Baleares, con episodios en el Mediterráneo como el de los almogávares o Compañías Catalanas, protagonizando la llamada Venganza Catalana y apoderándose temporalmente del Imperio Bizantino, donde  habían acudido llamados en ayuda del Emperador contra los turcos, para luego ser traicionados y, enfurecidos, pasaron a derrotar tanto a los turcos, como a los alanos mercenarios de Bizancio, y a los propios bizantinos.
La Reconquista castellano-leonesa continuó en el siglo XIII con Fernando III y Alfonso X, hasta que quedó sólo el Reino de Granada bajo dominio musulmán en la península. Los Reyes Católicos terminarían esa labor en el siglo XV, uniendo Aragón a Castilla, conquistando el Reino de Granada, invadiendo y anexionando Navarra (con la excusa de sus vinculaciones francesas, como si fuese cosa nueva…),  expulsando a los judíos no conversos, etc.  Lo que junto con el descubrimiento, conquista y colonización de América, dejaba abierto el camino del Imperio de Carlos V en pleno Renacimiento, siglo XVI, apoyando la  Contrarreforma católica y el papado contra la Reforma protestante, así como el posterior reinado del casi mítico Felipe II, y el Siglo de Oro español en el siglo XVII.
En el siglo XVI, la dinastía de la casa de Austria, en la persona de Carlos V a su llegada a la península con su cohorte de flamencos, abolió los tan bien ganados fueros y libertades de las villas castellanas, derrotando a las Comunidades de Castilla, ignorando el origen y los méritos que los habían originado durante la Reconquista y Repoblación. Tres cuartos de lo mismo harían los Borbones en el siglo XVIII a su llegada a la península, en la persona de Felipe V, aboliendo los fueros catalanes tras la Guerra de Sucesión. Y la abolición foral, también borbónica, en la persona de Alfonso XII, de los Fueros vascos en el año 1876, ya a finales del siglo XIX, tras las llamadas Guerras Carlistas. Aún hoy día y en nombre de las llamadas leyes o planes de Racionalización de la Administración del Territorio, existe un continuo proceso de ataque a las competencias de los Concejos y Juntas Administrativas, buscando en realidad la democracia representativa de los partidos políticos en los ayuntamientos, frente a la democracia participativa directa de los concejos, algunos de ellos abiertos. Y buscando el control y privatización de los terrenos concejiles comunales. Toda una vieja historia.
Volviendo atrás, venían los tiempos en que los monjes dejarían el protagonismo a los frailes, y los reyes al Imperio. Hasta la decadencia española de los siglos XVII y XVIII, con la Ilustración y el Siglo de las Luces del XVIII. Lo que junto a la Revolución Industrial y el progreso científico, y transcurridos los siglos XIX y XX, no parecen haber sido asimilados. Guerras, concordatos, concilios, uniones económicas y globalizaciones, incluso restauraciones formalmente democráticas, no parecen haber servido para hacer compatible la ética, la tolerancia y el progreso, ni para asimilar socialmente la diferencia entre estados confesionales, aconfesionales y laicos.
Alfonso VI  marcó un hito duradero en el siglo XI. La abadía de Cluny III, que él financió en su mitad, fue físicamente demolida tras la Revolución Francesa a fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX.
Todavía hay lecciones de entonces pendientes de ser aprendidas hoy, en estos principios tan paradigmáticamente cambiantes y críticos del siglo XXI en que nos ha  tocado vivir, cuando la Globalización de los Intercambios impide la Universalidad de los Valores, como decía Jean Baudrillard, incluidos los Derechos Humanos.
 
 

domingo, 11 de mayo de 2014

Sobre las expectativas de felicidad en la ética cotidiana.



 


Un análisis un poco riguroso de la palabra “felicidad” es imprescindible, porque se trata, quizás, del término más contundente de toda la ética. (…) Hoy todos entendemos por “ser feliz”, bien el estado de aurea mediocritas, bien instantes pasajeros de máxima satisfacción de nuestros deseos, ensueños e ilusiones.
La felicidad es, para los modernos, un “estado de conciencia” o una “vivencia” personalísima que sólo puede juzgarse dese fuera mediante un ejercicio de imaginación. Lo cual significa que no sólo no es un término ético, sino tampoco un concepto empírico. (…)
Si a esto agregamos que la pura formalidad del concepto de felicidad, su vacuidad, permite que se le llene con los más variados contenidos, ¿qué otro concepto puede compararse a éste en cuanto a comodidad de manejo, para poner dentro de él lo que cada filósofo quiera?. (…) Por paradójico que parezca, es esta cualidad meramente “recipiente” del término, lo que ha generalizado su uso por los filósofos hasta tal punto que, excepto Kant y quienes han sido influidos por él, todos usaron y siguen usando tal concepto.
Entre los no filósofos, la inclinación de todas las personas a la felicidad, al unirse el creciente acercamiento de su contenido a nuestras posibilidades, ha producido la sensación psicológica de haberse tornado más asequible. (…)
La actual trivialización de la palabra “feliz” corresponde a la vulgarización de las expectativas de la felicidad. (…) La felicidad parece así haberse puesto ya al alcance de todas las fortunas espirituales, a poco que crezcan los ingresos materiales. Claro está que luego la cosa resulta más complicada y, cuando ya hemos logrado aquello en que ilusoriamente poníamos la felicidad, ésta vuelve a alejarse. (…)
La agridulce verdad es que, a medida que parece que nos acercamos a la felicidad, ella se aleja. Pero es justamente este continuo acercarse, esta excitante sensación de estar ya tocando la felicidad, esta intensidad que adquiere la vida cuando tiene una prometedora meta a la vista, junto con determinados momentos de aparente plenitud, todo lo que a los seres humanos les es dado sentir intramundanamente como la felicidad.
Desde un punto de vista no estrictamente ético, es menester reconocer que, en el proyecto vital de la mayor parte de las personas, los imperativos éticos, cuando se aceptan por sí mismos, ocupan un lugar subordinado o al menos puesto al servicio de la felicidad que, sobre todo bajo la forma social, constituye la ética cotidiana, la ética usual de nuestro tiempo.
(J.L. López-Aranguren, 1909-1996)
 
 

 

viernes, 9 de mayo de 2014

Locke y la buena reputación.





Quien imagine que la alabanza y la censura no son motivos suficientes para hacer que los hombres se mantengan dentro de las opiniones y las reglas establecidas para todos los que con ellos conviven, no parece tener muchos conocimientos sobre la naturaleza o la historia de los hombres, pues entre ellos se puede encontrar que, en una gran mayoría, se gobiernan fundamentalmente, si no exclusivamente, por esa ley establecida en ese momento, de tal manera que hacen aquello que les proporcione una buena reputación entre sus compañeros, sin tener demasiado en cuenta las leyes de Dios o de los magistrados. (...)
Nadie puede evitar el castigo de la censura y el desagrado que inevitablemente se impone a aquel que va contra las modas y las opiniones de su sociedad, entre la que desea ganar reputación. Ni existe uno solo, entre diez mil, lo suficientemente duro e insensible para soportar el desagrado continuo y la condena social de sus propios compañeros. Muy extraña e insólitamente tiene que estar formado aquel que se contente con vivir un descrédito constante y en la desgracia de su sociedad particular.
John Locke (1632-1704), Ensayo sobre el entendimiento humano.
 
 

martes, 6 de mayo de 2014

Carl Gustav Jung y el equilibrio en la principal relación humana: el Logos y el Eros.





Donde reina el amor no existe voluntad de poder, y donde el poder tiene la primacía, ahí falta el amor. Uno es la sombrea del otro. Para quien posea el punto de vista del amor, su opuesto compensador será la voluntad de poder. Pero para quien afirma el poder, su compensación será el Eros. (…)

Ahora bien, la relación humana, al contrario que las discusiones y acuerdos objetivos, pasa precisamente por lo anímico, ese reino intermedio que se extiende desde el mundo de los sentidos y de los afectos hasta el intelecto y que contiene algo de ambos sin perder por ello nada de su peculiar característica. (…)
El Logos es solamente ideal cuando contiene al Eros, de lo contrario, el Logos no es en absoluto dinámico. Un hombre que es solamente Logos puede que posea un intelecto muy fino, pero no es otra cosa que un seco racionalismo. Y el Eros que no posee Logos jamás comprende, ahí no hay más que vinculación ciega. Tales personas pueden estar vinculadas a cualquier cosa, pero en todo el asunto no hay nada, está completamente vacío. (…)
La discusión del tema sexual no es más que un comienzo un tanto tosco de una cuestión más profunda, ante cuya importancia palidece. Se trata de la cuestión de la relación anímica entre los sexos. Con ella entramos en el verdadero dominio de la mujer. Su psicología se fundamenta en el principio del Eros, el gran vinculador y desligador, mientras que al hombre siempre se le atribute el Logos como principio. En el lenguaje moderno podría expresarse el concepto Eros como relación anímica y el Logos como interés objetivo. (…)
El erotismo pertenece, por un lado, a la naturaleza animal originaria del ser humano. Por otro lado, se encuentra emparentado con las formas más altas del espíritu. Pero solamente florece cuando el espíritu y el instinto se encuentran en verdadera armonía. Si carece de uno u otro aspecto, entonces se produce un daño o, por lo menos, una unilateralidad sin equilibrio que se desliza fácilmente hacia lo patológico.
Demasiada animalidad desfigura al ser humano cultural, demasiada cultura crea animales enfermos. Este dilema revela toda la inseguridad que implica el erotismo para las personas. El erotismo es una superpotencia que, al igual que la naturaleza, se deja dominar y utilizar como si fuese impotente. Pero el intento de  triunfar sobre la naturaleza es algo que se paga caro. La naturaleza no precisa de declaraciones de principios, sino que se satisface con tolerancia y la medida justa.
Uno/a jamás se libera del erotismo, y si lo hace es para su propio perjuicio. No representa toda nuestra naturaleza, pero sí uno de sus aspectos centrales.
(Carl Gustav Jung, 1875-1961)