sábado, 3 de octubre de 2015

Antipatías y enemistades.





Somos algo responsables del encono o aversión de algunas otras personas. La hostilidad activa o pasiva de los demás representa, a menudo, el reflejo de nuestros defectos. Peligroso es proclamar verdades amargas, pero ¿estamos bien seguros de que, dulcificadas con bondadosa indulgencia, no habrían sido mejor toleradas y acaso agradecidas? ¿Hemos disimulado contrariedades y displicencias en momentos que pedían comprensión, simpatía y cordialidad? ¿No habremos regateado algún elogio merecido? ¿Hemos cumplido diligentes con los deberes de la cortesía? ¿Estamos seguros de haber acudido solícitos y generosos al hogar de compañeros contristados o abatidos por desgracias de familia, o reveses de fortuna? ¡Son tantas las faltas imputables al carácter, la pereza, al mal humor o la excesiva absorción en el trabajo obsesionante!...Ellas explican o excusan antipatías y enemistades.
Hay un fondo de razón en quienes afirman que los viejos son incomprendidos por los jóvenes. Es que vivimos en capas sociales diferentes, y adoptamos actitudes contrapuestas. Como atravesamos fases evolutivas diferentes, la diversa arquitectura cerebral estorba la mutua intelección. Les hablan de una cosa absurda e inútil: la experiencia. Pero no exageremos, muchas son las excepciones. Todos, además, conocemos jóvenes mentalmente viejos y ancianos seductoramente jóvenes.
(Santiago Ramón y Cajal, Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1906, texto parcial escrito en 1934)
 
 

 

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