Actualmente en muchos países la libertad
de información no existe: está falseada o prohibida. Hay países bajo cuyo
régimen político la prensa goza de una semilibertad. Paradójicamente esta
situación conlleva más peligros personales para los periodistas que el sistema
de la censura total. Muchos de ellos son cada año víctimas de represalias, por
la imprecisión de los límites impuestos al ejercicio de su profesión.
Debido al hecho de que en la mayor
parte del mundo la información está prohibida, fuertemente censurada, perseguida, o inaccesible, es peligrosa de recoger
y de transmitir.
La información y el poder van de la mano,
y a veces se hace a nuestros ojos tan preciosa que llegamos a suponerla exenta
de todo defecto y al abrigo de todo error en los países donde reina la
libertad. En estos países, criticar a la prensa constituye una especie de
sacrilegio. Sin embargo, incluso en las sociedades que se apoyan en una larga
tradición democrática y observan un gran respeto por la libertad de expresión,
sólo unos pocos medios de comunicación son concebidos y utilizados con el
objetivo de proporcionar al público una información exacta y seria en la medida
de lo posible.
Además, la ley en democracia
garantiza a los ciudadanos la libertad de expresión, pero no les garantiza ni
la infalibilidad, ni la inteligencia, ni la honestidad, ni la comprobación de
los hechos, lo cual es competencia del periodista, no del legislador. Pero cuando un periodista
es criticado por la falta de exactitud, honradez, o veracidad, los medios claman
como si se atacase el principio de libertad de expresión, o como si se pretendiese amordazar a los
medios de información: al fin y al cabo, según ellos, el periodista sólo ha
ejercido su oficio de informador.
En realidad, los propietarios de los
medios de comunicación los fundan para imponer un determinado punto de vista, y
no para informar objetivamente, sin más. Sólo una minoría de empresas de
comunicación son fundadas y dirigidas
con el principal objetivo de informar. Esta preocupación produce un tipo de
periódicos que ocupan un espacio mínimo en la masa de medios puramente
comerciales o proselitistas.
La confusión entre la libertad de
expresión y el oficio de informar, que conlleva sus propias y específicas obligaciones,
se sitúa en los orígenes del liberalismo. Antes de la segunda mitad del siglo
XIX, todas las consideraciones sobre la libertad de prensa, desde Milton hasta
Tocqueville, pasando por Voltaire, se refieren exclusivamente a la libertad de
opinión. A medida que surge la
democracia moderna, es evidente que uno de sus componentes consiste en la
libertad de cada uno para pensar por escrito, como dice Voltaire. Debemos defender el derecho de cada uno a dar
a conocer al público su punto de vista, incluso si tal punto de vista nos
horroriza, y no debemos combatirlo más que mediante la palabra y la
argumentación, jamás con la fuerza o con la calumnia. Surge así el principio de
tolerancia. Pero el razonar no tiene nada que ver con difundir falsas informaciones,
lo cual obviamente es muy distinto.
En los comienzos de la democracia
burguesa del siglo XVIII, en USA y Francia, y como consecuencia de la
Revolución de Independencia de los Estados Unidos de América en 1776, y de la Revolución Francesa en 1789,
el debate sobre la prensa no se instauró en el contexto del derecho a informar
o ser informado, sino que se refiere a la tolerancia y a la diversidad de
opiniones. Así es como la famosa Primera Enmienda de la Constitución de los
Estados Unidos de América, trata simultáneamente de la libertad religiosa, de
la libertad de expresión, de la libertad de reunión, y de la libertad de
petición, lo cual es muy significativo. Pero esta Primera Enmienda no trata en
absoluto de la libertad o del derecho a la información.
Los pensadores liberales franceses
del siglo XIX, plantearon la cuestión de que la reflexión de los pensadores
políticos y su manifestación, tenía límites, y se debían de castigar los abusos
de la libertad de expresión cuando va contra del honor, la dignidad, o la
seguridad ajena.
Para Tocqueville la prensa servía de base y de vínculo entre
los habitantes de una comunidad. Creaba opinión compartida. Sin la prensa, los
ciudadanos podrían confinarse en el individualismo al que nos impulsa la
democracia igualitaria. Cuando el número de personas no es ya muy limitado,
como era el caso de la aristocracia, no se podría conseguir que un gran número actuara en común, lo cual sólo
puede hacerse, según él, con la ayuda de un periódico. Sólo un periódico podía
divulgar las mismas ideas en mucha gente. Y en USA proliferaban las
colectividades y los periódicos.
La prensa tiene pues, según esta
concepción, una función movilizadora.
Sirve para reunir a los ciudadanos en torno a un proyecto común, lo que según Tocqueville
era bueno, incluso si el proyecto no valía nada, porque evita el
individualismo. Sin periódicos, o los
actuales medios de comunicación, no hay
proyectos comunes en democracia, sin
entrar en la valoración de dichos proyectos.
No obstante, hay otra función que
Tocqueville no menciona y que hace a la prensa necesaria e importante en
democracia: la función de información. En efecto, sin ella no tiene sentido la
elección de candidatos al parlamento, gobierno e instituciones en general, ya
que este régimen democrático no puede funcionar en interés de los ciudadanos si
éstos no están correctamente informados, tanto en política interna como
externa. Esta es la razón por la cual la mentira es tan grave en democracia,
régimen que sólo es viable con la verdad, y lleva a la catástrofe si los
ciudadanos votan según informaciones falsas.
En democracia, cuando el poder engaña
a la opinión pública, se ve obligado a hacer coincidir sus decisiones y actos
con los errores a los cuales ha inducido, puesto que es la opinión pública,
cuando vota, la que designa o aparta a los dirigentes.
Pero a este respecto, la confusión
entre la función de opinión y la función de información, han dado lugar a un
equívoco que se ha producido hasta la actualidad. Por una parte, casi todo el
mundo está de acuerdo en que en democracia todas las opiniones deben de poder
expresarse a condición de que se haga
pacíficamente, pero por otro lado es un sistema que sólo funciona si el
ciudadano dispone de un mínimo de informaciones exactas. Sin embargo, esto
último no ha sido comprendido, o ha sido subestimado.
La prensa debe de ser pluralista en
opinión, pero no en información. La información puede ser falsa o verdadera,
pero no pluralista, aunque no siempre la información sea verdadera a ciencia
cierta, ni siempre comprobable, y a veces haya un margen para la duda y la controversia.
El pluralismo no afecta a la información más que en la medida en que ésta pueda
ser dudosa. En cierto modo puede decirse, que cuanto más pluralista es una
información, menos información es. En caso de debate, la confrontación no ha sustituido nunca al contenido de los
hechos. El deber de la prensa consiste en adquirir ese conocimiento y
transmitirlo.
El pluralismo recobra su sentido
cuando llega el momento de sacar las conclusiones de los hechos establecidos e
informados, para proponer remedios y sugerir medidas. Pero en la práctica, el
pluralismo se ejerce casi siempre antes de esa fase: selecciona las informaciones, les cierra el
paso, las omite, las silencia, las niega, las elimina, las amplifica, e incluso
las inventa, con el objeto de adulterar en su fase embrionaria el proceso de
formación de la opinión pública.
Cuando se invoca el pluralismo, se
hace referencia descarada a un pretendido derecho de cada periódico para
presentar las informaciones a su manera.
Pero si bien eso ha sido así hasta no
hace mucho, hoy en día las redes sociales digitales han cambiado esa realidad,
y en esta línea también hay pensamientos contrapuestos.
Hay quienes cuestionan y llaman mito
a la democracia digital, negando que Internet y las redes sociales digitales
generen una mayor participación ciudadana como consecuencia de la, hasta ahora,
libre circulación de información en ellas, porque dichas redes no eliminan las
relaciones de poder, sino que las transforman. Las redes descentralizan el
poder de las ideas, la economía, y la sociedad…pero reproduce finalmente el
poder ya existente, en opinión de estos detractores.
Esta línea de pensamiento advierte
que la apelación permanente a los ciudadanos, propia de la democracia directa,
conduce al populismo, y que la política así vigilada y fiscalizada puede derivar
en antipolítica, tranasformándose en antisistema.
Según ellos, la preocupación por
inspeccionar la acción de los gobiernos se convierte en ataque permanente a las autoridades legítimas, hasta constituir un
contrapoder negativo.
Pero esta compleja realidad tiene
otras lecturas que dejan la puerta abierta a la ilusión democrática, aunque
haya lados oscuros, sombras, en una posible utopía digital, y debamos por tanto
ser realistas y cuidadosos en nuestras apreciaciones, reflexiones y análisis a
este respecto.
Hay razones para hacer un juicio
ponderado y crítico respecto a los peligros democráticos a los que nos
enfrentamos si nos dejamos arrastrar por la fascinación de la multitud.
Sobrevalorar es tan equívoco como infravalorar.
Pero por otro lado, estos nuevos
medios pueden favorecer una interrelación social, en la que las personas puedan
reconstruir su identidad individual y colectiva.
Los argumentos favorables a este
nuevo paradigma digital y potencialmente democrático serían:
-
Los valores culturales cambiantes,
como por ejemplo compartir, reconocer, participar, etc… pueden convertirse en
valores socioculturales y políticos, más
abiertos al diálogo, al debate, y a la horizontalidad transversal, frente a la cultura política dominante, tradicional y de posiciones
excluyentes.
-
La politización de las personas cambia
de forma: clics en vez de carteles, al fin y al cabo activando acciones en uno u
otro sentido, y facilitando acciones más
globales, antes imposibles en extensión dialéctica, numérica y geográfica.
-
Los temas en sí mismos no son
tecnológicos, sino de cultura y sociedad. Las redes se han convertido en un poderoso sensor
social de temas y preocupaciones. La política podría, por esta vía, acercarse a
los problemas de la ciudadanía, y encontrar el pálpito social en un flujo
digital veloz, breve y efímero, signo de
los tiempos que corren. Por supuesto, esto debería de ser complementado con
otras prácticas de razonamiento, reflexión y organización quizás más adecuados.
Al fin y al cabo, la política formal
actual es incapaz de adecuarse a las necesidades cambiantes del mundo y de la
ciudadanía, y estos nuevos medios pueden ser la manera de dar respuesta a una
generación de ciudadanos desengañados de la política y decepcionados por ella.
En realidad, las personas no “pasan” de la política, sino de los políticos, que
no es lo mismo.
Esta nueva vía digital sería para los
políticos la manera de conectar con la ciudadanía, más allá de las elecciones
cada cuatro años, recuperando para las ciudadanos un poco de ilusión y fe,
mediante una participación activa. Esto mismo es muy necesario para ellos, en
una época de descrédito, desesperanza y sufrimiento colectivo, superando el
miedo y el individualismo, gracias al sentimiento colectividad.
Estos nuevos movimientos son fuertes
socialmente, y multitudinarios, y no parece que puedan ni deban ser desdeñados
por la clase política. Sin esperar a las siguientes elecciones para pedirles el
voto, tras un movido mandato, porque puede que no ya no encuentren a gente desinformada.
La política debe aceptar la
inteligencia de las gentes, utilizando el “crowdsourcing” social como fuente de análisis hacia soluciones
diferentes. Y su instrumento tradicional,los partidos, debe evolucionar hacia
espacios de “coworking” político, junto con otros protagonistas alternativos.
Si la política formal desprecia e
ignora la actual denuncia de su supuesta incapacidad para hacer propuestas, perderá
la oportunidad de revitalizarse. La
innovación no es sólo aplicable en la ciencia y tecnología, es necesaria también en las ciencias sociales,
humanas y políticas, y más aun en estos tiempos que corren.
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