domingo, 11 de mayo de 2014

Sobre las expectativas de felicidad en la ética cotidiana.



 


Un análisis un poco riguroso de la palabra “felicidad” es imprescindible, porque se trata, quizás, del término más contundente de toda la ética. (…) Hoy todos entendemos por “ser feliz”, bien el estado de aurea mediocritas, bien instantes pasajeros de máxima satisfacción de nuestros deseos, ensueños e ilusiones.
La felicidad es, para los modernos, un “estado de conciencia” o una “vivencia” personalísima que sólo puede juzgarse dese fuera mediante un ejercicio de imaginación. Lo cual significa que no sólo no es un término ético, sino tampoco un concepto empírico. (…)
Si a esto agregamos que la pura formalidad del concepto de felicidad, su vacuidad, permite que se le llene con los más variados contenidos, ¿qué otro concepto puede compararse a éste en cuanto a comodidad de manejo, para poner dentro de él lo que cada filósofo quiera?. (…) Por paradójico que parezca, es esta cualidad meramente “recipiente” del término, lo que ha generalizado su uso por los filósofos hasta tal punto que, excepto Kant y quienes han sido influidos por él, todos usaron y siguen usando tal concepto.
Entre los no filósofos, la inclinación de todas las personas a la felicidad, al unirse el creciente acercamiento de su contenido a nuestras posibilidades, ha producido la sensación psicológica de haberse tornado más asequible. (…)
La actual trivialización de la palabra “feliz” corresponde a la vulgarización de las expectativas de la felicidad. (…) La felicidad parece así haberse puesto ya al alcance de todas las fortunas espirituales, a poco que crezcan los ingresos materiales. Claro está que luego la cosa resulta más complicada y, cuando ya hemos logrado aquello en que ilusoriamente poníamos la felicidad, ésta vuelve a alejarse. (…)
La agridulce verdad es que, a medida que parece que nos acercamos a la felicidad, ella se aleja. Pero es justamente este continuo acercarse, esta excitante sensación de estar ya tocando la felicidad, esta intensidad que adquiere la vida cuando tiene una prometedora meta a la vista, junto con determinados momentos de aparente plenitud, todo lo que a los seres humanos les es dado sentir intramundanamente como la felicidad.
Desde un punto de vista no estrictamente ético, es menester reconocer que, en el proyecto vital de la mayor parte de las personas, los imperativos éticos, cuando se aceptan por sí mismos, ocupan un lugar subordinado o al menos puesto al servicio de la felicidad que, sobre todo bajo la forma social, constituye la ética cotidiana, la ética usual de nuestro tiempo.
(J.L. López-Aranguren, 1909-1996)
 
 

 

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