lunes, 19 de mayo de 2014

Reflexiones en torno a la Naturaleza Humana: Tras Camus y Wittgenstein.





En la lectura de “La Peste” de Camus, Orán (Argelia) y sus habitantes se nos presentan como prototipo del ser humano actual.
Comienza la narración con la descripción de la vida, más bien banal, de dicha ciudad: trabajo, negocios, dinero, diversiones y rutina. Las principales actividades cotidianas se centra en el “ganar y gastar”, con trabajos, placeres y “vicios normales”, es decir, intrascendentes. Literalmente: nada trascendente. Como suele ocurrir en grandes periodos de las vidas de todos nosotros los humanos.
Un mundo para personas sanas, vidas activas, útiles y productivas, donde el enfermo está muy sólo y morir es algo incómodo. Sin tiempo para la reflexión se vive y se ama, o se odia, sin enterarse.
La narración nos va llevando desde la vulgar rutina hasta el gran acontecimiento, pasando por la sospecha y el incidente fuera de lo normal, progresivamente.
Se nos cuenta algo que es una crónica, no una historia, y carece de interpretación en el propio texto: es el lector quien debe de dar sentido a la narración, de otro modo el azar es la clave de todo lo que ocurre.
Con las ratas que empiezan a morir empieza un proceso de transformación variopinto, que pasa de lo interesante a lo anormal, a lo molesto, a lo preocupante. El asombro acaba siendo certeza, el miedo induce a la reflexión, pero la peste no es aún reconocida ni aceptada.
El médico se nos presenta como una persona algo cansada del mundo, con gusto hacia sus semejantes y que rechaza la injusticia y las concesiones. Por otro lado, aunque ama a su esposa enferma, no parece dedicarle demasiado tiempo, entre otras cosas porque no lo tiene. (Pena, porque luego ya no le verá más…como les ocurre a tantas otras personas).
En un momento me ha parecido un relato “evidente”, ya que en 1947, año de la edición del libro, la 2ª guerra mundial, el nazismo, etc. eran sucesos recientes y su identificación con la peste puede parecer engañosamente fácil, pero la interpretación reflexiva del libro da para más: es la vida humana, y la muerte humana, lo que se refleja en el relato.
Las reacciones individuales evolucionan hacia las colectivas, y a los seres humanos que se creen libres, la peste, o sea la muerte, les pone frente a su radical falta de libertad, ante el azar, o ante la fe (si la tienen), pero sobre todo ante la necesidad de elegir entre el “descuido” individual y la solidaridad.
Cuando el gobernador de Argelia ordena al prefecto de Orán: “Declare el estado de peste. Cierre la ciudad.”, todo cambia para todos.
A partir de entonces todos están afectados por los hechos, de una u otra manera. Se producen separaciones vitales, algunas para siempre. Los caracteres y comportamientos cambian ante la separación y su aspecto más definitivo: la muerte.
Se produce un sentimiento de exilio, de prisioneros, con un pasado pero sin un futuro, y en el que la imaginación produce heridas. Es la vida humana: aceptando arraigarse en la tierra de su dolor, se les produce alivio. A los presos y exiliados la memoria les produce sufrimiento. Así que, impacientes con su presente, enemigos de su pasado que recuerdan sufriendo, y privados de su futuro, pasan a vivir al día: el poder del ahora. Sin esperar ayuda del vecino, solos con su preocupación. Confiar sentimientos hiere si la respuesta no existe o no es adecuada. 
Así que no hablan de temas profundos, sino de temas cotidianos, diversos, banales. La conversación se vuelve interior y el pensamiento de la muerte les lleva al silencio. La peste y la muerte les han conducido del egoísmo a la separación eterna. Y sólo la desesperación les salva del pánico.
Pero claro está, al principio no asumen la realidad, continúan con sus preocupaciones personales y culpan de sus molestias a la administración pública, queriendo creer que la inquietud existente es algo pasajero.
Se producen transformaciones graduales en su entorno cotidiano y la situación, anormal pero aún no duradera, modifica sus sentimientos personales. La razón de ello es la evidencia de que lo ocurrido afecta a todos sin excepción, como la muerte misma, y la piedad es inútil porque no lo evita, lo cual les vuelve indiferentes.
Peste, guerra, o muerte es lo mismo: la felicidad personal es una abstracción general frente a la realidad y la verdad. Me recuerda al individualismo moderno. La “peste” nos visita y nos molesta, pero queremos librarnos nosotros y nuestras familias, el resto no es asunto nuestro, basta con esperar sin cambiar de vida. Es ilusorio. Objetivamente, en su estado de ánimo están asustados, pero no aún desesperados. Vuelven a lo esencial: tienen miedo y quieren escapar, pero no pueden.
Mi reflexión es que ante la muerte que nos iguala a todos, todos los humanos seguimos las mismas fases: incredulidad, enfado, negociación, escape interior individual, depresión, y finalmente, aceptación. El resto es autoengaño.
No hay risa ni placer ante la muerte. Sólo serenidad, en el mejor de los casos. Y eso nos humaniza. La pena de muerte no se justifica ni ante los hombres ni ante Dios. La fe es otra cosa: se tiene o no. Pero el orden del mundo está regido por la muerte, así que la desgracia nos engrandece o nos empequeñece. El mal y la muerte nos obligan a elegir, con fe o sin ella, entre la bondad y la maldad, entre la ignorancia y la lucidez.
Reaccionar ante la peste no tiene mérito, es cosa de todos, no hay elección es un hecho, una condena. Si hay peste, y siempre la hay de alguna clase, se debe combatir, y evitar en lo posible la separación definitiva de los seres queridos.
Los buenos sentimientos de por sí, la felicidad individual o el heroísmo, no sirven. La solidaridad lejana tampoco sirve, hay que vivir y morir juntos, no hay otra solución. Las circunstancias extremas hacen aflorar lo mejor y lo peor de las personas y de cada persona.
La desgracia se transforma en monotonía, que produce en nosotros cambios fisiológicos, psicológicos y sociológicos. Nos hace funcionar y vivir  en un horizonte corto, en el que las emociones se intensifican y se aflojan, se altera el comportamiento y surge el agotamiento, que anestesia y adormece, pero atenúa el dolor.
La actividad útil es la que ayuda. Un médico trabaja en una vacuna adaptada al caso concreto. Otro médico asiste a los enfermos y organiza la asistencia a los mismos. Muchos ciudadanos colaboran en la ayuda. Alguien deja de querer huir y se queda para ayudar, porque le da vergüenza librarse y no podría luego ser feliz.
El sufrimiento de inocentes no tiene explicación justificativa, porque no existe. El primer sermón del jesuita es brutal, remite al castigo divino como causa de la desgracia. Su segundo sermón remite a la fe para aceptar lo que ocurre, remite a la religión para resolver lo que no puede explicar la razón. Pero la justificación de lo que ocurre da igual, lo que importa es la acción de ayuda útil, y en ese sentido el jesuita ayuda y muere en primera línea. Es cuanto se puede dar y pedir.
La desgracia produce escasez, y el mal reparto de lo disponible produce quejas y rebelión. Aparecen los problemas sociales, y los marginados por el bien común, aunque sea en algo tan razonable como los recintos de cuarentena.
Todos debemos afrontar la vida y la muerte, pero aparecen diferentes actitudes personales. En la vida hay plagas y víctimas, y el mundo se transforma en un lugar de competencia, de lucha por “quién puede más”. La postura ética es la de elegir contra las plagas, a favor de las víctimas. El humanista está contra la pena de muerte, cree que la simpatía produce paz. El médico está con los vencidos, no quiere ni héroes ni santos, trabaja con seres humanos. Las fiestas solitarias son vergonzosas y la esperanza se obstina en vivir sin abandonarse. Un mundo insolidario es un mundo muerto: la felicidad tiene rostro humano y ternura en el corazón.
El proceso de la peste en la narración replica el proceso de la vida humana, con diferentes fases, tipos y comportamientos. Las actividades son variopintas , desde el escepticismo hasta la euforia descontrolada. En la lucha de la peste y de la vida sólo nos queda el conocimiento y el recuerdo.
Finalmente, vuelve la esperanza, sin ella no hay vida, y la vida trae nuevas preocupaciones, las personas “niegan” el pasado. El ser humano procede siempre igual: amado, perdido, olvidado.
El cronista cree, y yo estoy de acuerdo, que no hay que ser de los que se callan, no hay que actuar con injusticia, y que el ser humano es más digno de admiración que de desprecio. Esto último a veces falla. Contra la peste y similares no hay victoria definitiva, por lo que hay que seguir siempre actuando como “médicos” ante la vida y la muerte, con una alegría siempre amenazada. Las ratas y la peste, es decir, el mal y la muerte, vuelven siempre algún día a algún sitio, y ello produce de nuevo desgracia, pero también enseñanza.
Así es la vida humana. Hace poco he tenido ocasión de escuchar a un profesor universitario de filosofía moral, o sea ética, y entre lo que dijo en su exposición hubo una frase que me llamó la atención: “Somos seres desajustados”. Efectivamente, tras pensarlo, creo que es así, y eso nos diferencia del resto de especies animales y nos hace humanos.
Los individuos de otras especies nacen, viven, y mueren perfectamente ajustados con el mundo. No cuestionan su propia naturaleza ni la del universo. Existen muy adaptados al aquí y ahora, y satisfacen sus necesidades en función de su propia naturaleza y la naturaleza de su entorno.
Los humanos, en cambio, somos seres raros, animales muy deficientes para sobrevivir en la naturaleza, que suplimos nuestros desajustes mediante la cultura, entendida como el modo en que un grupo humano afronta la vida y sobrevive.
Esto ha sido posible mediante la evolución cerebral, social y cultural de nuestra especie. Nuestro cerebro, con su plasticidad adaptativa, ha evolucionado incorporando lo necesario para la supervivencia de nuestra especie. Las otras especies también han hecho algo de esto.
Pero el ser humano es un ser cultural. Rellena el desajuste entre su ser y el mundo con la cultura. La cultura y la biología rigen nuestro comportamiento, y hacen que lo necesario para sobrevivir sea considerado como lo bueno, y lo peligroso para la supervivencia sea considerado como lo malo. En esto hay diferencias con las otras especies. Así nos adaptamos al entorno y al mundo. Evolucionamos y transformamos nuestro entorno, nuestras relaciones, y a nosotros mismos.
Pero nos desajustamos con el mundo y la naturaleza. Intentamos comprender el universo y comprendernos a nosotros mismos, pero siempre nos falta o sobra algo o alguien. Somos la única especie que presenta diferencias entre lo que piensa, lo que dice, y lo que hace. Eso se llama “disonancia cognitiva”, y cuando ocurre y nos produce malestar, normalmente cambiamos lo que pensamos, no lo que hacemos.
El mundo y la vida no se ajustan bien con nosotros. Estamos fuera de las tolerancias de holgura y apriete del ajuste entre nosotros y la naturaleza. Estamos desajustados con ella, con las otras especies, y con los otros individuos de nuestra propia especie. Y lo curioso es que la causa es nuestra propia humanidad. Nuestro cerebro posee plasticidad en sus conexiones neuronales, y crea realidades, símbolos e imágenes: otros mundos.
El cerebro nos permite sentir y razonar. No somos ni puramente racionales ni estrictamente emocionales. El lenguaje nos permite pensar, razonar y ser lógicos hasta el límite biológico impuesto por nuestra propia naturaleza. Pero nuestro cerebro crea conceptos más o menos mostrables, pero poco o nada demostrables.
Nuestra corporalidad, que incluye el cerebro, produce nuestra emocionalidad y nuestro lenguaje o pensamiento. Y la corporalidad, la emocionalidad y el lenguaje-pensamiento interaccionan entre sí. Y nos desajustamos del mundo, cuya realidad percibimos a nuestro modo y manera. O creamos otros conceptos que nos oprimen o nos liberan. Nos liamos entre lo real, lo simbólico y lo imaginario.
Y es precisamente la parte no objetiva del lenguaje humano la que nos humaniza. Los juicios de valor y otros conceptos subjetivos y abstractos constituyen la ética, como evolución de lo necesario o peligroso hacia lo bueno o lo malo. Igualmente con otras realidades no materiales pero típicamente humanas.
El lenguaje nos hace humanos, nos humaniza, crea la cultura y nos permite sobrevivir, pero nos hace hablar sin saber de lo que hablamos. Salvo en ciencia, y aún en ella con limitaciones, no podemos conocer de forma objetiva ni el mundo ni a nosotros mismos. Al pensar y hablar creamos y mostramos, pero no demostramos.
Y es precisamente lo inefable, como la conciencia, lo que nos humaniza. Pero esto es ya otro tema. Fue Wittgenstein quien, partiendo de la lógica matemática, analizó la filosofía del lenguaje y nos advirtió sobre los límites del lenguaje humano, y sus engañosas, pero reales, capacidades  descriptivas, analíticas y creativas.
Y en esos límites me quedo, porque: “De lo que no se puede hablar, es mejor callar.”
 
 

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