viernes, 7 de febrero de 2014

Los humanos y lo inefable: "Somos seres desajustados".




Hace poco he tenido ocasión de escuchar a un profesor universitario de filosofía moral, o sea ética, y entre lo que dijo en su exposición hubo una frase que me llamó la atención: “Somos seres desajustados”. Efectivamente, tras pensarlo, creo que es así, y eso nos diferencia del resto de especies animales y nos hace humanos.

Los individuos de otras especies nacen, viven, y mueren perfectamente ajustados con el mundo. No cuestionan su propia naturaleza ni la del universo. Existen muy adaptados al aquí y ahora, y satisfacen sus necesidades en función de su propia naturaleza y la naturaleza de su entorno.

Los humanos, en cambio, somos seres raros, animales muy deficientes para sobrevivir en la naturaleza, que suplimos nuestros desajustes mediante la cultura, entendida como el modo en que un grupo humano afronta la vida y sobrevive.
Esto ha sido posible mediante la evolución cerebral, social y cultural de nuestra especie. Nuestro cerebro, con su plasticidad adaptativa, ha evolucionado incorporando lo necesario para la supervivencia de nuestra especie. Las otras especies también han hecho algo de esto.
Pero el ser humano es un ser cultural. Rellena el desajuste entre su ser y el mundo con la cultura. La cultura y la biología rigen nuestro comportamiento, y hacen que lo necesario para sobrevivir sea considerado como lo bueno, y lo peligroso para la supervivencia sea considerado como lo malo. En esto hay diferencias con las otras especies. Así nos adaptamos al entorno y al mundo. Evolucionamos y transformamos nuestro entorno, nuestras relaciones, y a nosotros mismos.
Pero nos desajustamos con el mundo y la naturaleza. Intentamos comprender el universo y comprendernos a nosotros mismos, pero siempre nos falta o sobra algo o alguien. Somos la única especie que presenta diferencias entre lo que piensa, lo que dice, y lo que hace. Eso se llama “disonancia cognitiva”, y cuando ocurre y nos produce malestar, normalmente cambiamos lo que pensamos, no lo que hacemos.
El mundo y la vida no se ajustan bien con nosotros. Estamos fuera de las tolerancias de holgura y apriete del ajuste entre nosotros y la naturaleza. Estamos desajustados con ella, con las otras especies, y con los otros individuos de nuestra propia especie. Y lo curioso es que la causa es nuestra propia humanidad. Nuestro cerebro posee plasticidad en sus conexiones neuronales, y crea realidades, símbolos e imágenes: otros mundos.
El cerebro nos permite sentir y razonar. No somos ni puramente racionales ni estrictamente emocionales. El lenguaje nos permite pensar, razonar y ser lógicos hasta el límite biológico impuesto por nuestra propia naturaleza. Pero nuestro cerebro crea conceptos más o menos mostrables, pero poco o nada demostrables.
Nuestra corporalidad, que incluye el cerebro, produce nuestra emocionalidad y nuestro lenguaje o pensamiento. Y la corporalidad, la emocionalidad y el lenguaje-pensamiento interaccionan entre sí. Y nos desajustamos del mundo, cuya realidad percibimos a nuestro modo y manera. O creamos otros conceptos que nos oprimen o nos liberan. Nos liamos entre lo real, lo simbólico y lo imaginario.
Y es precisamente la parte no objetiva del lenguaje humano la que nos humaniza. Los juicios de valor y otros conceptos subjetivos y abstractos constituyen la ética, como evolución de lo necesario o peligroso hacia lo bueno o lo malo. Igualmente con otras realidades no materiales pero típicamente humanas.
El lenguaje nos hace humanos, nos humaniza, crea la cultura y nos permite sobrevivir, pero nos hace hablar sin saber de lo que hablamos. Salvo en ciencia, y aún en ella con limitaciones, no podemos conocer de forma objetiva ni el mundo ni a nosotros mismos. Al pensar y hablar creamos y mostramos, pero no demostramos.
Y es precisamente lo inefable, como la conciencia, lo que nos humaniza.
 
 

 

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